
Una obra monumental que pretendía redimirse de la controversia, pero que terminó reinventando el lenguaje cinematográfico.
Director: D.W. Griffith
Lillian Gish, Mae Marsh, Robert Harron, Constance Talmadge, Miriam Cooper, Bessie Love, Walter Long

Cuando D.W. Griffith concibió Intolerance (1916), no buscaba únicamente construir una película, sino que quería lavar su nombre tras el escándalo que provocó The Birth of a Nation (1915), cinta alabada por su innovación narrativa, pero ampliamente condenada por su racismo estructural y su glorificación del Ku Klux Klan. Ante las crecientes críticas y la movilización en su contra por parte de líderes afroamericanos y progresistas de la época, Griffith respondió no con una disculpa sino con un despliegue de virtuosismo moralizante y técnico sin precedentes. El resultado fue una de las empresas cinematográficas más desmesuradas, ambiciosas e influyentes jamás realizadas.

La arquitectura narrativa de Intolerance es, aún hoy, desconcertante por su osadía. Griffith entrelaza cuatro historias ambientadas en distintas épocas (la Babilonia del siglo VI a.C., la Judea del siglo I, la Francia del siglo XVI y la América contemporánea de comienzos del siglo XX) todas unidas por el tema de la intolerancia humana a lo largo del tiempo. La película no se contenta con contar estas historias por separado, sino que las entreteje en un montaje alternado que acelera su ritmo a medida que avanza, generando una sensación de colapso temporal que prefigura el lenguaje fílmico del siglo XXI.
Cada uno de estos relatos está protagonizado por actores de la compañía habitual de Griffith. Lillian Gish, en el rol simbólico de «La Madre que mece la cuna», actúa como una figura omnipresente que conecta todos los tiempos. Mae Marsh y Robert Harron encarnan a la pareja sufriente en la historia moderna, víctimas de un sistema judicial y económico implacable. Constance Talmadge interpreta a la enérgica y encantadora «Montañesa» en el episodio de Babilonia, mientras que Miriam Cooper encarna a una joven mártir en la masacre de San Bartolomé, y Bessie Love aporta ternura a la historia ambientada en Judea. Walter Long, conocido por sus roles de villano, vuelve a representar la brutalidad, como ya lo había hecho en The Birth of a Nation.
La dirección de Griffith es de una grandilocuencia que a veces bordea lo mesiánico. La secuencia de Babilonia es tal vez la más famosa por sus decorados colosales, murallas monumentales, decenas de elefantes, miles de extras, todo un festín visual que inspiró décadas más tarde a Cecil B. DeMille, Sergei Eisenstein y, en un giro más moderno, a Zack Snyder en 300. Pero lo que verdaderamente sorprende no es solo la escala, sino el uso de la cámara con travellings, grúas y encuadres verticales que desafían la rigidez del encuadre estático del cine mudo temprano. Griffith, sin saberlo del todo, estaba anticipando el dinamismo visual del cine moderno.
La expresividad de las actuaciones, marcadas por un estilo aún teatral, se compensa con el uso de intertítulos líricos, iluminación expresiva y una edición que acelera hasta niveles vertiginosos en los últimos treinta minutos. La narración no solo salta entre siglos, sino entre emociones extremas, desde el éxtasis místico hasta la desesperación absoluta.
Estrenada con grandes expectativas, Intolerance fue un fracaso comercial. Su narrativa fragmentaria, de difícil seguimiento para las audiencias de 1916, y su tono grave y aleccionador contrastaban con las preferencias del público, que encontraba más atractivo el relato lineal y el melodrama puro. Griffith invirtió una fortuna personal en la producción, y su carrera nunca volvió a alcanzar el mismo nivel de poder en la industria. Sin embargo, mientras el mercado la rechazaba, los cineastas del mundo la abrazaban.
Sergei Eisenstein reconoció la influencia de Intolerance en su teoría del montaje intelectual, y la escuela soviética en general estudió la obra con fervor. Vsevolod Pudovkin, Abel Gance y Carl Theodor Dreyer hallaron en ella una expresión de lo que el cine podía lograr más allá del teatro filmado. Décadas más tarde, Orson Welles la consideró una de las películas más importantes jamás realizadas, y cineastas como Stanley Kubrick y Martin Scorsese citaron su importancia para comprender el poder de la elipsis y la alternancia.
El legado de Intolerance se siente de manera muy directa en varios directores contemporáneos que han hecho del montaje fragmentado y de las narrativas cruzadas su firma estilística. Alejandro González Iñárritu, por ejemplo, estructura Amores perros, 21 Gramos y Babel en líneas temporales que se cruzan y se retroalimentan temáticamente, una estrategia que recuerda directamente la propuesta de Griffith. Darren Aronofsky, especialmente en Requiem for a Dream, acelera el montaje como Griffith hacía en su clímax para generar una experiencia sensorial casi violenta. Y Quentin Tarantino, con su ruptura de la linealidad narrativa y su diálogo entre tiempos (piénsese en Pulp Fiction o The Hateful Eight), continúa la tradición de Griffith al confiar en que el espectador reconstruya la cronología y el sentido.
Pero más allá de su técnica, Intolerance impuso la idea de que el cine puede y debe ser un arte moral, capaz de reflexionar sobre la condición humana. Aunque el mensaje de Griffith (una defensa propia en clave épica) pueda hoy resultar ingenuo o incluso hipócrita a la luz de The Birth of a Nation, su apuesta por el cine como alegoría filosófica fue audaz y, en muchos sentidos, visionaria.
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