
Una colisión brutal conecta tres historias donde el amor, los perros y la violencia revelan el lado más crudo y contradictorio de lo humano.
Director: Alejandro González Iñárritu
Gael García Bernal, Vanessa Bauche, Goya Toledo, Álvaro Guerrero, Emilio Echevarría

En el año 2000, el cine mexicano vivió un punto de quiebre con el estreno de Amores perros. La película no solo inauguró la carrera de Alejandro González Iñárritu como director de largometrajes, también señaló el inicio de una nueva era para la cinematografía del país. La cinta combinaba un arrojo formal poco habitual en el cine local con una densidad emocional, social y simbólica que desbordaba las expectativas de la industria, del público y de la crítica. A veinticinco años de su estreno, la película no ha envejecido ni ha perdido su capacidad de impacto. Al contrario, ha ganado una dimensión casi mitológica como la obra que revitalizó el cine mexicano desde sus entrañas más oscuras.
Estructurada como un tríptico narrativo que gira en torno a un violento accidente automovilístico, Amores perros entrelaza tres historias que se desarrollan en distintos ámbitos de la Ciudad de México. El filme comienza en plena persecución. Un joven desesperado maneja un coche a toda velocidad mientras su perro sangra en el asiento trasero. La secuencia, vertiginosa y brutal, culmina en una colisión que se convierte en punto de fuga y de unión para los tres relatos que siguen. Lo que a primera vista parece un recurso estilístico heredado del cine de Tarantino (en particular Pulp Fiction) termina revelándose como una operación profundamente mexicana. La violencia no es un juego estético sino una experiencia cotidiana, un tejido que enlaza vidas, clases sociales y pasados que no dejan de perseguir a los personajes.

En la primera historia, «Octavio y Susana», nos encontramos con un joven interpretado por Gael García Bernal, que vive en un barrio popular y está enamorado de su cuñada (Vanessa Bauche). Frente al maltrato de su hermano Ramiro (Marco Pérez), Octavio alimenta el sueño de escapar con ella y reconstruir una vida distinta. Para financiar su fuga, convierte a su perro Cofi en un campeón de peleas clandestinas. El contraste entre la ternura torpe de Octavio y la violencia de los combates establece una dialéctica que atraviesa toda la película. Cofi, más que un perro, es la proyección de una furia contenida, un espejo de la rabia silenciosa que consume al protagonista. La primera historia está filmada con nervio, intensidad y una energía casi punk. La cámara en mano y la edición frenética sumergen al espectador en un entorno sin escapatoria, donde las pasiones son tan letales como los dientes de un rottweiler entrenado para matar.
El segundo segmento, «Daniel y Valeria», se sitúa en el polo opuesto del espectro social. Un editor de revistas deja a su familia para vivir con una modelo joven que parece representar el ideal de belleza, éxito y deseo. Pero la relación se desmorona cuando Valeria (Goya Toledo) sufre un accidente que la deja con la pierna fracturada. Encerrada en un departamento que pronto se convierte en prisión emocional, Valeria escucha cada noche los lamentos de su pequeño perro Richie, atrapado bajo el suelo tras haber caído por una rendija. El animal simboliza la imposibilidad de regresar a la vida anterior, la angustia del encierro y el deterioro del vínculo con Daniel (Álvaro Guerrero), cuya presencia se vuelve más distante a medida que la imagen de Valeria se deforma. Este relato es una exploración del narcisismo, del amor condicionado por la apariencia física y de la fragilidad de los vínculos construidos sobre una ficción. Aquí el perro ya no es instrumento de violencia sino emblema de una angustia existencial que remite al absurdo, casi como en una pieza de Beckett o una pesadilla de Buñuel.
La tercera historia, «El Chivo y Maru», cierra el ciclo narrativo con un tono más contemplativo, casi espiritual. El Chivo, interpretado magistralmente por Emilio Echevarría, es un ex guerrillero convertido en asesino a sueldo. Vive en el abandono, rodeado de perros callejeros a los que cuida como si fueran su única familia. Su trayecto comienza cuando decide aceptar un encargo de asesinato, pero un encuentro fortuito con el perro herido de Octavio lo lleva a un proceso de introspección. El Negro (Cofi), que ya ha asesinado a los otros perros del Chivo, se convierte en una figura ambivalente. A punto de matarlo, el protagonista se ve a sí mismo reflejado en el animal. La decisión de perdonarlo es también un acto de autocompasión, una epifanía silenciosa que abre la puerta al perdón, a la renuncia y a la posibilidad de redención. El Chivo es el único personaje que logra reconciliarse consigo mismo. La última imagen de la película (él caminando con Cofi hacia un horizonte incierto) es una de las más poéticas del cine latinoamericano reciente.
A lo largo de la cinta, el perro opera como motivo conductor y como símbolo mutable. Representa la violencia, la lealtad, la dependencia, la angustia, el desarraigo. Es también el único vínculo constante entre los tres relatos. En una ciudad donde los vínculos humanos están rotos, los perros parecen ser los únicos capaces de ofrecer afecto genuino, aunque esté teñido de dolor o tragedia. La mirada de Cofi al final de la cinta condensa más humanidad que muchos de los personajes que lo rodean.
En términos técnicos y estéticos, Amores perros exhibe una maestría inusual para una ópera prima. La fotografía de Rodrigo Prieto no busca embellecer la miseria ni caricaturizar la opulencia. Cada segmento tiene su propio clima visual, desde los colores saturados y los contrastes sucios del primer episodio hasta la luz blanca, casi aséptica, del departamento de Valeria. La música, cuidadosamente seleccionada, funciona como otra capa narrativa. El diseño sonoro de Martín Hernández, por su parte, es esencial para construir la atmósfera tensa, visceral y opresiva del relato. Los jadeos de los perros, los lamentos y los sonidos de la ciudad que nunca calla, forman una sinfonía urbana que eleva el realismo a un nivel sensorial.
Es cierto que la estructura episódica, aunque poderosa, no escapa a ciertos desequilibrios. La historia de Octavio es la más intensa y emocional, mientras que la de Daniel y Valeria puede parecer más estática. Pero esos contrastes no debilitan el conjunto sino que lo enriquecen. La película no busca la armonía sino la fricción. Y en esa fricción aparece su verdad.
Amores perros fue recibida con entusiasmo en festivales internacionales, donde ganó el Premio de la Semana de la Crítica en Cannes y fue nominada al Oscar como Mejor Película Extranjera. Pero su impacto va mucho más allá del reconocimiento institucional. Marcó el inicio de una trilogía en colaboración con el escritor Guillermo Arriaga (completada por 21 gramos y Babel) que consolidó a Iñárritu como uno de los directores latinoamericanos más influyentes del siglo XXI y heredero de una traducción cinematográfica iniciada por D.W. Griffith en Intolerancia. También puso en el mapa a un joven Gael García Bernal y reconfiguró la forma en que el cine mexicano podía dialogar con el mundo sin perder su identidad.
Hoy, puede parecer que su estilo ha sido imitado hasta el cansancio. Pero esa repetición no le quita mérito, sino que confirma su potencia fundacional. Lo que en su momento fue una apuesta radical hoy es canon. Y sin embargo, Amores perros sigue ladrando, mordiendo y doliendo. Es una película que no se limita a contar historias. Las hace sangrar como los cristos mexicanos a los que se refería Luis Buñuel en su libro Mi último suspiro.
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