
La tercera entrega de la trilogía de precuelas de Star Wars sigue siendo una obra torpe y saturada que no logra redimir los errores que la preceden.
Director: George Lucas
Hayden Christensen, Ewan McGregor, Natalie Portman, Samuel L. Jackson, Ian McDiarmid

De todas las películas que conforman la trilogía de precuelas de Star Wars, Revenge of the Sith es, con algo de ventaja, la menos torpe. Pero no nos engañemos: eso no la convierte en una gran película. La cinta dirigida y escrita por George Lucas parece hecha con la esperanza de redimir el descalabro estético y narrativo de The Phantom Menace y Attack of the Clones, pero lo que entrega es una sucesión de decisiones titubeantes, actuaciones inexpresivas y una saturación digital que ya en su momento resultaba excesiva, y que hoy ha envejecido como lo hace el plástico barato: Mal y sin nobleza.

En esta entrega, concebida originalmente con casi cuatro horas de duración (y recortada a dos horas y veinte), Lucas se propuso finalmente conectar los hilos narrativos que convertirían a Anakin Skywalker en Darth Vader, al tiempo que mostraba la caída de la República Galáctica y el ascenso del Imperio. Se diría que tenía en sus manos el material para una tragedia clásica; pero lo que vemos en pantalla es un desfile de solemnidad sin alma, diálogos que bordean el ridículo y una puesta en escena que confunde densidad con lentitud.
Desde su primera secuencia (una batalla espacial en la que Obi-Wan y Anakin pilotan cazas entre una marea de naves clon y droides) queda claro el problema central: Revenge of the Sith no quiere contar una historia, sino abrumar. Lo que en la trilogía original era artesanía cinematográfica, aquí es artificio. Lucas satura el plano con efectos digitales que no generan asombro ni tensión. Lo que debería tener el peso de una ópera espacial, termina pareciendo la cinemática extendida de un videojuego mediocre.
Y luego está lo humano. O más bien, su ausencia. Hayden Christensen, en el papel de Anakin, parece confundir conflicto interior con inexpresividad. Su progresiva transformación en Vader, que debería estar cargada de matices emocionales, se vuelve una secuencia de actos impulsivos, mal justificados por sueños premonitorios y promesas de poder. Natalie Portman, como Padmé, aparece desdibujada, convertida en una figura pasiva, una sombra de sí misma. George Lucas, capaz de imaginar galaxias enteras, se muestra completamente incapaz de dirigir actores. Las escenas íntimas entre Anakin y Padmé redefinen lo que entendemos por rigidez: conversaciones sin vida, sin tensión, sin verdad. Lo que debería ser un amor trágico suena a teatro escolar con efectos de mil millones de dólares.
Incluso actores de trayectoria, como Samuel L. Jackson, parecen perdidos. Su Mace Windu es un busto parlante atrapado en un decorado digital. Solo Ian McDiarmid, como el Canciller Palpatine, logra escapar del naufragio: Su seducción progresiva de Anakin es uno de los pocos momentos en que la película cobra espesor dramático. Palpatine encarna el mal con una mezcla de astucia y teatralidad que por momentos recuerda a los villanos clásicos de Shakespeare. Pero aún ese destello se ahoga pronto, cuando el personaje se transforma en Darth Sidious y el histrionismo toma el lugar de la insinuación.
Una escena eliminada (felizmente) resume el desvarío creativo: Un joven Han Solo, de apenas diez años, criado por Chewbacca, iba a participar en la batalla de Kashyyyk y ayudar a localizar a General Grievous. La idea de insertar guiños al futuro a costa de la coherencia interna revela la confusión creativa de Lucas, que ya no distingue entre mitología y memorabilia.
Y es precisamente esa mitología la que aquí se traiciona. Quien les escribe considera que las versiones no adulteradas de A New Hope, The Empire Strikes Back y Return of the Jedi no solo son pilares de la cultura pop moderna, sino también obras maestras del cine, piezas fundamentales en la evolución de la ciencia ficción como vehículo narrativo y emocional. Por eso resulta doloroso ver cómo Revenge of the Sith, que debería tender un puente hacia ese legado, termina actuando como un tapón. La cinta conecta eventos, sí, pero sin alma, sin encanto y sin magia.
Es cierto que el último tercio de la película tiene momentos de potencia visual: el duelo entre Anakin y Obi-Wan en el planeta Mustafar, con sus ríos de lava y gritos desesperados, transmite una emoción tardía pero genuina. El montaje paralelo entre el nacimiento de Luke y Leia y la reconstrucción de Vader sugiere, por fin, un vínculo con la trilogía original. Pero es demasiado tarde. Lucas intenta crear tragedia mediante el ruido, cuando lo que necesita es silencio, pausa, contención.
Tampoco ayuda que los motivos que llevan a Anakin al lado oscuro sean tan endebles: el miedo a perder a Padmé en el parto, y la promesa de que el Lado Oscuro puede vencer a la muerte, son ideas que podrían funcionar si estuvieran desarrolladas con sensibilidad. Pero aquí se presentan de manera abrupta y superficial, como excusas más que como detonantes reales. La escena en que Anakin asesina a los jóvenes aprendices Jedi (que debería ser el punto de no retorno) carece de la fuerza emocional necesaria. No hay culpa, no hay contradicción, solo una acumulación de acciones que lo empujan hacia el destino que ya conocemos. Y ese es quizás el mayor problema: Revenge of the Sith no se siente como una tragedia porque no hay pérdida, ni dilema, ni humanidad. Hay simplemente una narrativa que avanza por obligación.
En el fondo, Revenge of the Sith es el triste reflejo de lo que ocurre cuando un creador brillante confunde control absoluto con visión artística. Lucas, el hombre que en Empire Strikes Back supo rodearse de colaboradores como Irvin Kershner, Lawrence Kasdan y Leigh Brackett, aquí se convierte en un autócrata creativo incapaz de aceptar que su talento necesitaba límites (presta atención James Cameron). Star Wars no nació como producto de un solo hombre, sino del diálogo entre un universo personal y las herramientas del cine clásico. Eso es lo que hizo de la trilogía original un fenómeno irrepetible.
Al final, lo que esta película deja no es la oscuridad que prometía, sino un desencanto luminoso. Como diría Padmé en una línea que resuena más allá de la ficción: “Así muere la libertad: con un estruendoso aplauso.” También así muere la épica, cuando se entrega por completo a los efectos digitales, a las expectativas del mercado y al peso muerto de una nostalgia que ya no ilumina, sino que empaña.
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