Uno de los placeres básicos de los seres humanos se celebra en una película que, no solo nos recupera el amor por el cine, sino también el amor por la vida.
Director: Anh Hung Tran
Juliette Binoche, Benoît Magimel, Emmanuel Salinger, Galatéa Bellugi, Bonnie Chagneau-Ravoire
Los críticos de cine escuchamos hasta la saciedad comentarios relacionados sobre cómo nosotros elogiamos cintas soporíferas e impenetrables, ajenas al gusto del público común. Y muchas veces, se cita a El olor de la papaya verde (1993) del director vietnamita Anh Hung Tran como un “claro” ejemplo de ello. Grave error.
Sin utilizar ningún término rebuscado o florido (vicio que padecemos quienes nos dedicamos a este oficio), basta decir que la cinta de Tran es hermosa y está colmada de imágenes, sonidos y texturas que logran capturar la atmósfera de la vida cotidiana en Vietnam y prácticamente nos traslada allí, como si pudiéramos atravesar mágicamente la frontera trazada por la pantalla de cine. Asimismo, El olor de la papaya verde constituye una reflexión serena y contemplativa sobre la naturaleza efímera del tiempo y la importancia de los pequeños momentos de belleza que hacen parte de la vida.
Estas mismas cualidades ahora se trasladan a Francia, en una auténtica obra maestra que nos recuerda que, aunque somos seres humanos, al final, los tres placeres básicos que le dan sentido a nuestra existencia y que nos conectan con el mundo animal (y con la naturaleza) son comer, dormir y tener sexo. Los psicoanalistas suelen integrar estos tres placeres instintivos bajo el concepto de lo “erótico”, haciendo alusión al dios del amor, la vida, la creación, la luz y el placer. Puede que la última cinta de Tran no se enfoque mucho en el dormir, pero el sexo y, especialmente el comer, están más que presentes. Por eso no es atrevido decir que El sabor de la vida es una cinta de una alta sensualidad e intenso erotismo.
Así como existen tres placeres básicos, hay tres temas básicos que jamás se agotarán, ya que hacen parte integral de la condición humana: La vida, la muerte y el amor. La maravillosa El festín de Babette (1987), es básicamente una celebración del placer generado por el comer y, por ende, es una celebración de la vida. Pero lo que hace que el trabajo de Tran destrone a la cinta de Gabriel Axel como la mejor película sobre comida de todos los tiempos, está en que El sabor de la vida no solo habla del comer y de la vida, sino que también habla con mucha elocuencia sobre la muerte y el amor, integrando todo de una manera sencillamente magistral.
Basada en la novela La vida y la pasión del gourmet Dodin Bouffant de Marcel Rouff, inspirada en la vida del gastrónomo Anthelme Brillat-Savarin y ambientada en la Francia de la década de 1880, esta cinta da inicio con una impresionante secuencia de apertura, en la que un hombre llamado Dodin Bouffant (un estupendo Benoît Magimel), una mujer llamada Eugénie (Juliette Binoche más estupenda aún), una joven asistente llamada Violette (Galatéa Bellugi) y Pauline, la pequeña sobrina de Violette (Bonnie Chagneau-Ravoire desplegando encanto), se embarcan en ese sagrado ritual conocido como cocinar, que bien podría equipararse a los besos y caricias previos al acto sexual.
En este plano secuencia (con algunos cortes invisibles) que dura alrededor de 35 minutos y en gran parte sin diálogo, vemos a los cuatro amantes de la cocina dedicándose apasionadamente a la meticulosa preparación de un suculento festín. Estamos ante una danza de colores, texturas y sonidos, coreografiada hermosamente. Casi que podemos sentir los olores y los sabores. Tran toma el concepto de “lujuria” y lo resignifica de pecado a sacramento.
Puede que Dodin sea el jefe de Eugénie, pero su relación no es vertical sino complementaria. Dodin ama a Eugénie y le ha propuesto de manera insistente por más de veinte años que se case con él, pero ella prefiere ser cocinera a esposa. Dodin se siente en el otoño de la vida mientras que Eugénie vive en un verano permanente. Dodin disfruta de la comida en compañía de sus amigos, mientras que Eugénie prefiere quedarse en la cocina y conversar con ellos a través de la comida, mientras que obtiene un placer adicional otorgado por la entrega, la dedicación y el servicio. Que Magimel y Binoche hayan estado casados en la vida real, aumenta el encanto de su relación plasmada en la pantalla.
Los símbolos utilizados por Tran son tan claros que casi no parecen símbolos. El durazno en almíbar que se transforma en el derriere de Binoche. El gato que maúlla extasiado cada que vez que un platillo se acerca al punto de cocción, los gemidos y suspiros de deleite de los amigos sibaritas de Dodin cuando se reúnen con él para departir en la mesa, las antenas que cargan la tierra con electricidad, la niña Pauline, con su talento y paladar excepcional que recibe como buena alumna la tradición y la enseñanza de unos maestros que son producto de una generación anterior. No hace falta ser un crítico de cine para entender que es ahí donde radica la verdadera magia del cine.
La fotografía de Jonathan Ricquebourg (La persona detrás de la obra maestra La muerte de Enrique XIV), no solo seduce al ojo con la presentación de esos platos exquisitos, sino que también se regodea en el proceso de cortar, batir, trinchar, freír y hornear. Además, su fotografía nos muestra los campos franceses como si se tratara de una serie de hermosas pinturas impresionistas, en un trabajo tan sublime y evocador como el del fallecido John Alcott en la preciosa Barry Lyndon de Kubrick. Los aplausos van también para el editor Marco Battistel (The Dancer Upstairs), que tiene las vísceras lo suficientemente afinadas para saber en qué momento cortar y en qué momento dejar que la cámara fluya libremente. Ni hablar de la preciosa dirección de arte, atenta hasta el más mínimo detalle y el trabajo sonoro que complementa la fotografía a la perfección, como si se tratara de una alegoría sobre la relación entre Dodin y Eugénie.
Muy pocas cintas exploran un amor que ha perdurado y profundizado durante décadas y muchas menos son las que celebran los pequeños placeres de una manera tan conmovedora y expresiva. No es solo comer sino caminar, conversar, recordar, ver, escuchar, sentir, tocar, respirar, amar…en últimas, vivir.
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