
La carga más preciada demuestra que la animación también sabe hablar del horror sin perder la belleza ni la esperanza.
Director: Michel Hazanavicius
Con las voces de: Dominique Blanc, Grégory Gadebois, Denis Podalydès, Jean-Louis Trintignant

Durante demasiado tiempo se ha asumido que la animación está reservada para el entretenimiento infantil, sin más ambición que la de provocar sonrisas, asombro o nostalgia. Pero el cine ha demostrado que este lenguaje visual puede ser también vehículo de una emoción adulta, lúcida y desgarradora. Así lo han probado obras fundamentales como La tumba de las luciérnagas de Isao Takahata (1988), Waltz con Bashir de Ari Folman (2008) o La vida de Calabacín de Claude Barras (2016), películas que, desde diferentes estéticas y contextos, han denunciado las cicatrices de la guerra, el abuso o el trauma. A esta estirpe pertenece ahora La carga más preciada, el más reciente largometraje de Michel Hazanavicius, el director de la ganadora del Óscar El artista, quien vuelve con una propuesta audaz, profundamente triste y políticamente incómoda.

Adaptada de la novela breve homónima de Jean-Claude Grumberg, quien colaboró con Truffaut en El último metro y cuya biografía familiar está marcada por la Shoá, la película nos adentra en un relato que parece al principio salido de los Hermanos Grimm: Un bosque nevado en Europa Central, una cabaña perdida entre los árboles, un leñador hosco y una mujer que llora la muerte de su hija recién nacida. Pero pronto descubrimos que este bosque es atravesado por trenes de la muerte, cargados de judíos rumbo a Auschwitz. Uno de los pasajeros, desesperado, lanza a su bebé envuelta en una manta hacia la nieve, esperando que alguien la encuentre. Y alguien la encuentra. Una mujer rota que verá en esa niña abandonada un nuevo sentido para su vida.
La animación, de una belleza pictórica que remite al gouache y a las ilustraciones de libros clásicos, conjuga lo onírico con lo macabro. Los ciervos, los pájaros y los copos de nieve no ocultan el espanto. Las escenas del tren, en particular el momento en que el padre deja ir a su hija sin decir palabra, se inscriben entre lo más poderoso de la cinta. Hazanavicius evita el morbo, pero no edulcora. En el campo de concentración, el padre sobrevive recogiendo cadáveres y desaparece poco a poco en su propio fantasma. Esa secuencia, en su mudez y economía expresiva, comunica el horror con una eficacia poética y ética admirable.
El trabajo de voces es impecable. Dominique Blanc, como la mujer del leñador, transmite dulzura, obstinación y un dolor contenido que se va transformando en coraje. Grégory Gadebois, en el papel del marido, encarna el prejuicio que cede ante la humanidad. Pero es Jean-Louis Trintignant, en su último crédito como actor, quien aporta la voz narrativa grave, pausada, cargada de ironía y ternura. Su narrador recuerda que los cuentos tienen moralejas, pero también advertencias. Y aquí, el mensaje es claro: El antisemitismo no pertenece solo al pasado y no es ficción, aunque algunos traten de afirmar lo contrario.
A quienes se sientan escandalizados porque una película animada aborde el Holocausto, la respuesta de la película es tan clara como demoledora: «Esto no es Pulgarcito». Y es que La carga más preciada no pretende trivializar la tragedia. Al contrario, al asumir el formato de fábula ilustrada, busca llegar a aquellos públicos que el cine documental no alcanza, sin renunciar al rigor ni a la emoción. En un tiempo en que los discursos negacionistas ganan terreno y el antisemitismo muta y se reproduce en nuevos contextos, esta obra se posiciona con valentía y sensibilidad, apostando por la memoria y por la posibilidad del cambio.
Michel Hazanavicius no es ajeno a los relatos de conflicto. En La búsqueda (2014) ya había abordado el genocidio checheno, y su linaje familiar (como él mismo recuerda) lo vincula directamente con las víctimas del nazismo. Pero aquí se aparta del realismo crudo de películas como El hijo de Saúl o La zona de interés, y opta por una estética menos convencional, más lírica, aunque no por ello menos contundente. Hay una dimensión alegórica que por momentos puede parecer simple, incluso sentimental, pero que se sostiene por la honestidad con que el director trata a sus personajes y a sus espectadores.
La música de Alexandre Desplat, aunque puede resultar en ciertos pasajes algo enfática, contribuye al tono de melancolía que recorre la obra. La duración ajustada (81 minutos) evita el desgaste y permite que el golpe emocional llegue sin diluirse. No hay complacencia en este relato. Lo que hay es una apuesta por la compasión, por la dignidad de los pequeños gestos y por la memoria encarnada en el afecto.
La carga más preciada es una película dolorosa, pero también necesaria. Una que se atreve a tocar la herida con manos de trazo fino, para recordarnos que, como en toda buena fábula, lo más terrible no es el ogro, sino la indiferencia. Y que, a veces, los milagros existen… en la forma de una niña envuelta en una manta azul y blanca, rescatada del horror por una mujer que eligió el cuidado y la ternura.
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