
Alma del desierto es el retrato de una mujer trans wayúu que, como una forajida del crepúsculo, cabalga a través del desierto burocrático colombiano en busca de una cédula que confirme su existencia.
Directora: Mónica Taboada-Tapia

Hay películas que se aferran a sus protagonistas como a un testimonio, como si pudieran exprimir de ellos una lección o una denuncia. Pero Alma del desierto, dirigida por Mónica Taboada-Tapia, elige un camino menos transitado, que es el del acompañamiento silencioso, el del respeto absoluto por el tiempo y el cuerpo del otro. Lejos del efectismo, esta ópera prima se adentra en la vida de Georgina Epiayu, mujer transgénero, anciana, indígena y desplazada (que ya había sido objeto del cortometraje Two-Spirit de la directora) y hace de su historia particular un prisma desde el cual pensar las violencias estructurales, los límites de la identidad legal y los resquicios de ternura en un mundo que suele desatender a quienes caminan al margen.

La estructura de la película remite de forma clara y deliberada a la lógica de la road movie. Georgina emprende un viaje, no hacia un lugar de redención o aventura, sino hacia una meta burocrática. Quiere obtener su cédula de identidad con el nombre y el género que le pertenecen. Ese objetivo, en apariencia administrativo, tiene la dimensión de una travesía interior, de una transformación formal y espiritual. Como en todo viaje cinematográfico, el trayecto importa más que el destino. Pero aquí, además, el trayecto es áspero, polvoriento, desalentador. El Estado colombiano, opaco, lejano y obtuso, se convierte en una suerte de antagonista intangible que se interpone, no con fuerza bruta, sino con una violencia pasiva que desgasta, que entorpece y que deshumaniza.
Este andar paciente y cargado de obstáculos conecta directamente con los códigos del western crepuscular. Georgina, como los viejos héroes que ya no encuentran lugar en el nuevo orden, decide resistir una última vez antes de desaparecer. Es una figura solitaria, marcada por el tiempo, por la distancia emocional con sus hermanos, por la lengua que a veces no puede compartir, por el país que nunca la vio. La Guajira, que en otras películas como Pájaros de verano o Pimpinero ha sido paisaje exótico o decorado mítico, aquí es el verdadero espacio dramático. El desierto como tierra de nadie, como espejo de abandono, pero también como territorio sagrado donde aún puede florecer la esperanza. Con ayuda de dos directores de fotografía, Taboada-Tapia filma ese espacio con respeto y austeridad, sin embellecimientos artificiales, con una cámara que observa más que interviene, que deja hablar al viento y al polvo.
La genealogía del western también resuena en la ética que construye la protagonista y que tiene que ver con la perseverancia, el coraje silencioso y la lealtad a una verdad interior que no necesita ser proclamada con estridencia. Georgina no es una activista en sentido tradicional, no enarbola consignas ni lidera causas colectivas, pero en su acto de exigir un documento que le haga justicia, está afirmando con absoluta claridad que existe y merece ser reconocida. Ese gesto mínimo es, en el contexto de su vida, profundamente revolucionario.
Y si hablamos de revolución, es imposible no detenerse en el gesto formal de la película. Lejos del documental expositivo, Alma del desierto se construye desde la poética de la observación y la espera. El montaje (a cargo de Will Domingos) privilegia los tiempos muertos, los momentos de introspección, los silencios largos que permiten que la mirada del espectador se asiente, se demore y se cuestione. La fotografía de Rafael David González y Tininiska Simpson acompaña ese tono con una paleta terrosa y suave, que dialoga con la fragilidad de la piel de Georgina y con la geografía de su entorno. La música de O Grivo, delicada y contenida, acompaña sin dirigir y sostiene sin manipular.
La película encuentra su mayor fuerza en la contradicción entre lo mínimo y lo profundo. No hay escenas dramáticas, no hay giros sorpresivos y no hay clímax. Pero hay un proceso real relacionado con una mujer que se mueve, que se atreve y que se enfrenta a un sistema que ha sido diseñado para que ella se rinda. Y en esa perseverancia cotidiana, la película encuentra una ética de la resistencia que se aleja del heroísmo y se ancla en la humanidad.
El filme también construye un retrato cuidadoso de las intersecciones que definen a su protagonista: Ser trans, ser indígena, ser anciana y ser pobre. Cada una de esas condiciones aporta una capa de vulnerabilidad, pero también una forma de saber, una experiencia acumulada. La manera en que Taboada-Tapia retrata las relaciones familiares (tensas e interrumpidas por la distancia lingüística y emocional) evita el sentimentalismo. Georgina no es completamente comprendida por sus hermanos, pero tampoco es rechazada. Lo que prima es una especie de respeto ancestral, una convivencia incómoda pero no violenta, una aceptación que no necesita ser dicha. Es en esos matices donde la película encuentra su mayor riqueza.
También es importante destacar el carácter histórico de esta obra. Mónica Taboada-Tapia es la primera directora colombiana en presentar un largometraje en la sección Giornate degli Autori del Festival de Venecia. Y no lo hace con una historia de narcotráfico, ni con una ficción violenta, ni con una historia complaciente. Lo hace con el retrato íntimo de una mujer que, desde los márgenes más lejanos de la sociedad, se convierte en símbolo y en cuerpo de una lucha silenciosa. Es una declaración de principios sobre el tipo de historias que merecen ser contadas, y sobre quiénes tienen derecho a ocupar el centro del encuadre.
En su desenlace, Alma del desierto no ofrece una resolución triunfal. No se trata de una victoria, sino de una afirmación. La pregunta “¿Hay otros como yo?” resuena como un eco en el vacío, pero también como una invocación, como una semilla que espera germinar. Porque Alma del desierto, en su historia sobre una mujer que sabe muy quién es y que se enfrenta a quienes no lo saben, no busca cerrar un diálogo, sino servir de catalizador para muchos. Y en ese gesto, profundo, ético, político y necesario, reside su verdadera potencia cinematográfica.
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