Tendaberry (2025)

Tendaberry es una elegía visual sobre la juventud, la pérdida y el acto de habitar un mundo que cambia sin detenerse.

Directora: Haley Elizabeth Anderson

Kota Johan, Yuri Pleskun

En un panorama cada vez más saturado de narrativas funcionales y ritmo frenético, Tendaberry emerge como un susurro persistente. Esta es una película que se niega a gritar, pero cuya resonancia perdura mucho después del último plano. Su autora, Haley Elizabeth Anderson, convierte su primer largometraje en una experiencia cinematográfica tan envolvente como melancólica, donde el cuerpo, la ciudad y la imagen se funden en un flujo poético que desafía el tiempo lineal.

El filme sigue a Dakota (interpretada con intensidad contenida por Kota Johan), una joven afrodominicana que habita los bordes de Brooklyn, en una cotidianidad marcada por el trabajo precario, la soledad y el deseo de enraizarse. Su novio, Yuri (Yuri Pleskun), regresa a Ucrania para cuidar de su padre enfermo justo antes de la invasión rusa. Dakota queda sola, suspendida entre el duelo de lo que se fue y la urgencia de seguir adelante. Pero Tendaberry no es una historia sobre el trauma, sino sobre la persistencia. No busca la catarsis, sino el murmullo de esas pequeñas notas que componen una sinfonía de supervivencia cotidiana.

La estructura narrativa evita toda linealidad. Dividida en estaciones del año, la película se despliega como una partitura visual en la que el montaje rítmico, los cambios de formato (4K, Super 8, video analógico) y la voz en off componen una textura que recuerda al cine meditativo de Terrence Malick (To The Wonder) y al experimento intimista de Jia Zhangke (Las montañas deben partir). Pero donde Malick y Zhangke se elevan hacia lo sublime, Anderson se hunde en lo íntimo. La cámara flota, pero no para contemplar la vastedad del universo, sino para seguir de cerca la vibración silenciosa de una vida común que, en su aparente insignificancia, es absolutamente reveladora.

La influencia de Wong Kar Wai es visible en el tratamiento del deseo y la ausencia, los cuerpos en movimiento, los silencios prolongados y los recuerdos que se convierten en fantasmas sensuales. Dakota baila sola, camina de noche, canta en el metro, llora sin lágrimas. En sus movimientos hay ecos de Fallen Angels, Chungking Express, Happy Together y My Blueberry Nights,  esas cintas sublimes sobre la soledad abordada como estética y afirmación vital.

A su vez, la impronta de Andrea Arnold se manifiesta en la fisicidad del relato. Dakota no es solo mirada sino carne que habita la ciudad. Johan logra una interpretación donde cada gesto (un cambio de dirección, una mirada fija, un parpadeo prolongado) comunica un estado anímico. Su actuación recuerda a la crudeza emocional de Sasha Lane en American Honey o de Katie Jarvis en Fish Tank. Aquí no hay dramatización forzada sino hay experiencia vivida, filmada como si el cine pudiera atrapar algo que siempre se escapa.

Uno de los núcleos temáticos del filme es la memoria. Dakota se obsesiona con los archivos de Nelson Sullivan, videógrafo neoyorquino que documentó la ciudad en los años 80. Sus grabaciones, insertadas en el montaje, no funcionan como simple ambientación nostálgica, sino como contrapunto ¿Qué queda de un lugar cuando todo ha cambiado? ¿Quiénes somos cuando lo que nos rodea se transforma sin cesar? Dakota proyecta en Sullivan una forma de resistencia que consiste en filmar para no desaparecer. En eso, Anderson se alinea con cineastas como Chantal Akerman, para quienes la cámara es una prótesis del cuerpo y de la memoria.

Visualmente, Tendaberry es una obra de capas. El trabajo de Ballard en la dirección de fotografía, junto con la edición de Stephania Dulowski, crea una atmósfera en donde lo contemporáneo y lo nostálgico conviven. Cada formato tiene un peso específico y una textura emocional. El digital captura la nitidez de lo real, el Super 8 emana calidez doméstica, y el video analógico introduce un espesor fantasmal. Así, la película se convierte en un collage de tiempos que se solapan, en una constelación de momentos que no se explican, pero que se sienten.

Haley Elizabeth Anderson (graduada de NYU y autora de cortos experimentales) logra con Tendaberry (título extraído de una canción de Laura Nyro), una madurez formal inusual en un primer largometraje. El proceso de rodaje, que se extendió por más de un año, permitió captar los cambios estacionales reales, y con ellos, el ritmo vital de Dakota. La ciudad no es aquí un simple escenario, sino un personaje vivo. Brooklyn, Coney Island, el metro, las calles sin nombre… Nueva York aparece como una urbe que devora y abriga, que muda de piel y nos obliga a preguntarnos si, en medio de su indiferencia, alguien nos recuerda.

La película se inscribe dentro de un renovado cine independiente sensorial y autobiográfico, junto a obras como Beba de Rebeca Huntt, All Dirt Roads Taste of Salt de Raven Jackson o Never Rarely Sometimes Always de Eliza Hittman. Anderson comparte con estas autoras una preocupación por las voces marginalizadas, por el cuerpo como archivo, y por la estética como forma de resistencia. Su cine no pretende explicar ni concluir. Busca conmover, incomodar y dejar huella.Tendaberry es un manifiesto silencioso sobre la importancia de habitar el presente, de registrarlo y de nombrarlo. Dakota, en su andar errático, sus epifanías minúsculas y sus derrotas privadas, se convierte en símbolo de una generación que, sin grandes gestas, lucha por no desvanecerse. La película no nos da respuestas, pero sí una certeza: que incluso los instantes más fugaces (una canción tarareada, una caminata al amanecer, una mirada que no se devuelve) pueden ser eternos si alguien los recuerda…y los filma.

Sobre André Didyme-Dôme 1887 artículos
André Didyme-Dome es psicoterapeuta y periodista. Se desempeña como editor de cine y TV para la revista ROLLING STONE EN ESPAÑOL y es docente universitario; además, es guionista de cómics para MANO DE OBRA, es director del cineclub de la librería CASA TOMADA y conferencista en ILUSTRE. Su amor por el cine, la música pop y rock, la televisión y los cómics raya en la locura.

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