
Un retrato queer de época que desmonta la mexicanidad hegemónica.
Directora: Isabel Cristina Fregoso
Andrea Aldana, Christian Ramos, Ale Cosio, Luis Vegas, Mayra Batalla

En un cine mexicano que ha construido su identidad visual y simbólica en torno a estereotipos heteropatriarcales como la charra abnegada, el macho mariachero y el melodrama rural. La arriera de Isabel Cristina Fregoso subvierte los códigos de la comedia ranchera y el drama de época para narrar la búsqueda de libertad de Emilia (interpretada con intensidad contenida por Andrea Aldana), una adolescente que decide huir de la opresión familiar en el Jalisco de los años treinta, travestida como arriero.

Lejos de reproducir una estética de la nostalgia, Fregoso opta por la restitución histórica desde las fisuras. En su cinta ella hace hablar a las voces silenciadas por el relato nacional mestizo, católico y masculino. Emilia no solo escapa del hogar, sino que cabalga hacia el núcleo de su deseo, en una travesía donde la indeterminación sexual y el anhelo de reconocimiento marcan cada paso.
Uno de los grandes aciertos de la cinta es su negativa a fijar en etiquetas la identidad de su protagonista. Emilia no se define, se mueve, desea, duda y decide. Esta fluidez (coherente con las formas contemporáneas de entender el género y la sexualidad) se refleja también en la construcción visual de la cinta, donde los cuerpos, los paisajes y los gestos se articulan en un flujo que rehúye los límites rígidos del relato tradicional. La sierra jalisciense, filmada por Sarasvati Herrera con una luz terrosa y mutante, se convierte en escenario emocional y en metáfora del tránsito identitario.
El erotismo, tratado con una sensibilidad femenina, se encarna en encuentros como el que Emilia sostiene con Jesús (Christian Ramos), un joven que encarna otra forma de masculinidad tierna, libre e igualitaria. La escena del río, que subvierte los códigos de género mediante el cruce de cuerpos desnudos y roles invertidos, constituye un momento de alta carga simbólica y emocional que redefine quién puede mirar, quién puede desear y quién puede narrar.
La propuesta estética de La arriera dialoga con los fantasmas de la Época de Oro del cine mexicano, no para imitarlos, sino para disputarles el canon. Si el cine de los años cuarenta y cincuenta instauró la figura del arriero como símbolo de virilidad, aquí esa imagen es reapropiada por una mujer queer que desmonta ese mito desde dentro. El vestuario de Lupita Peckinpah (hija del gran Sam Peckinpah) y el diseño de producción de José Portillo apuntalan esta relectura visual de tono íntimo, melancólico y, por momentos, casi ritualista.
Fregoso toma elementos autobiográficos (como la historia de su abuelo, criador de mulas) y los reelabora desde una sensibilidad crítica, conectando genealogías familiares con memorias colectivas y feministas. En ese sentido, La arriera no es solo un relato personal, sino también una intervención en el archivo cinematográfico y en el imaginario histórico mexicano.
En la historia de Emilia y Caro (Ale Cosio), su prima y primer objeto de deseo, resuena una doble línea de resistencia conformada por el afecto imposible y la acción. Frente a la amenaza constante de una masculinidad violenta y normativizada (encarnada en Martín, el primo interpretado por Luis Vegas), la película plantea una fuga posible, no hacia el martirio ni el castigo, sino hacia un espacio de reencuentro con el deseo propio. En lugar de la tragedia habitual en el cine de época, Fregoso apuesta por una forma de esperanza sin idealización. Se trata de mostrar que sí hay lugar para una disidencia que no termine en muerte o sacrificio, sino en transformación.
El personaje de Inés (Mayra Batalla), una mujer madura que vive con libertad su identidad actúa como espejo y guía: un referente generacional para Emilia, pero también una proyección posible de su futuro. Es un gesto narrativo poderoso. La juventud queer no queda aislada, sino que encuentra genealogías de resistencia y modelos de existencia.
La elección de filmar en Jalisco, con un equipo mayoritariamente femenino y una sensibilidad arraigada en lo local, dota a La arriera de una autenticidad política. No se trata solo de contar una historia diferente, sino de hacerlo desde el campo y la provincia. En un país marcado por el centralismo cultural, el gesto de Fregoso es doblemente subversivo, ya que descentraliza la producción y pluraliza las formas de representación.
El propio proceso de producción (con Edher Campos y Regina Vergara Perezcastro al frente) da cuenta de una manera alternativa de hacer cine basada en la colaboración y el arraigo femenino. La película ganó el Premio Mezcal a la Mejor Dirección y a la Mejor Fotografía en el Festival de Guadalajara 2024, un reconocimiento que evidencia no solo su calidad técnica sino también su resonancia emocional y política.
Ahora bien, La arriera no es una película perfecta ni pretende serlo (presenta algunos problemas de ritmo y tono). Es, en cambio, un acto poético y político que apuesta por la posibilidad de narrar desde el deseo, sin someterlo a las exigencias normativas del relato tradicional. En ese galope entre el silencio y la voz, entre el disfraz y la revelación, entre la sierra y el mar, Emilia se alza como emblema de una nueva forma de contar lo mexicano desde las fisuras, los márgenes, y sobre todo, desde el deseo que resiste.
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