Con un enfoque en personajes complejos y una atmósfera nihilista y trágica, Pimpinero: Sangre y gasolina es un neo western duro y agreste, aunque con problemas de ritmo y dispersión.
Dirección: Andrés Baiz
Alejandro Speitzer, Alberto Guerra, Juanes, Laura Osma, Juan Sebastián Calero, David Noreña
El director colombiano Andrés Baiz vuelve al cine con Pimpinero: Sangre y gasolina, su primer largometraje en más de una década, y lo hace con una historia que lleva su sello característico: atmósferas sombrías, personajes complejos y tramas que exploran los límites morales en escenarios extremos.
Conocido por su trabajo en películas como Satanás (2009), basada en la novela de Mario Mendoza sobre el infame caso de Campo Elías Delgado; La cara oculta (2011), una cinta de suspenso al estilo de Hitchcock; y Roa (2013), inspirada en el asesino de Jorge Eliécer Gaitán, así como por su trabajo en series de renombre como Narcos, Griselda y The Sandman, Baiz se ha consolidado como un experto en retratar personajes atrapados en situaciones desesperadas y en “humanizar criminales” como él mismo lo confiesa. En Pimpinero, ese enfoque no cambia, y la frontera colombo-venezolana se convierte en el escenario perfecto para una historia cargada de tensión y peligro.
La película sigue a Juan Estrada (encarnado por el mexicano Alejandro Speitzer) y sus hermanos Ulises (asumido por el cubano Alberto Guerra), Moisés (interpretado por Juanes), tres contrabandistas de gasolina o «pimpineros», que operan en la frontera. Desde el inicio, Baiz establece el tono oscuro de la película, pintando un retrato casi apocalíptico de una región devastada por la crisis económica y política, donde el contrabando de gasolina se convierte en una lucha por la supervivencia. Juan, el más joven de los hermanos, se ve obligado a trabajar para un rival peligroso en este negocio, lo que lo empuja aún más hacia una espiral de caos y violencia.
Aunque la película parece inicialmente enfocada en la dinámica entre los tres hermanos, su protagonista emerge poco a poco: Diana (Laura Osma), la novia de Juan, quien comienza como un personaje secundario pero, que con el tiempo, toma el control de la narrativa. Este giro transforma lo que parecía ser una historia centrada en la hermandad y el contrabando en una especie de thriller de venganza y forja personal (la asociación con Mad Max más bien debería pensarse como más cercana a Furiosa).
Laura Osma está muy bien como Diana, la aspirante a pimpinera. Su evolución de novia preocupada a heroína obstinada es convincente y cargada de matices. Diana es valiente, pero también imprudente. Cuando se entera de la supuesta muerte de Juan en una de las peligrosas travesías de contrabando, donde la gasolina es reemplazada por la trata de blancas, la película cambia de rumbo, convirtiéndose en un relato duro que nos recuerda al cine clase B de John Flynn (Rolling Thunder, The Outfit) o de Jack Hill (Coffy, Foxy Brown), aquí con una mujer decidida a descubrir la verdad en medio de un mundo hostil y corrupto, como si se tratara de una nueva Pam Grier o la joven Sarah Connor de la primera Terminator, pero sin los elementos de acción grandilocuente característicos de Cameron.
La frontera entre Colombia y Venezuela de comienzos del siglo XXI se presenta como un paisaje desolado, casi un personaje en sí mismo, donde la ley no existe y la vida humana tiene poco valor. Este entorno brutal sirve de trasfondo para la venganza de Diana, quien busca redimir la muerte de Juan con consecuencias desastrosas (de hecho, la revelación de su asesino posee tintes de tragedia griega).
Como es costumbre con Baiz, la película ofrece momentos de auténtica pesadilla especialmente cuando Diana es capturada por un gánster y prestamista de rasgos psicopáticos (Juan Sebastián Calero), con el que Ulises tiene una deuda pendiente. Esta escena es de una tremenda oscuridad y lleva la cinta de la tragedia romántica al auténtico horror.
Juan es el típico joven atrapado en un ciclo de violencia que no sabe cómo romper. Moisés, por su parte, interpretado por el cantante Juanes en su debut como actor, aporta una presencia más reflexiva, siendo el más tranquilo de los hermanos, aunque atrapado en la misma trampa mortal del contrabando.
Su interpretación, conformada de miradas y silencios (y un cabello espectacular) nos recuerda al Mickey Rourke de Harley Davidson and the Marlboro Man o al Jeff Fahey de Silverado. Si Juanes hubiera interpretado al malvado Don Carmelo, el capo de la historia, reemplazando al “Lex Luthor” de David Noreña (que no lo hace tan mal), Juanes hubiera tenido la oportunidad de demostrar mejor sus cualidades actorales.
Sin embargo, el verdadero protagonista masculino es Ulises, el hermano mayor. Su arco de personaje es quizás el más interesante de todos. Guerra sabe capturar el conflicto interno de alguien que, a pesar de tener lealtad hacia su familia, no puede resistir la tentación del dinero fácil que ofrece el contrabando. Su descenso hacia la traición y la ambición, que termina en una especie de tributo a Taxi Driver, es uno de los puntos más fuertes de la película, y su interpretación de un hombre en crisis acompañado de su gato negro que simboliza la mala fortuna, es uno de los mejores aspectos de Pimpinero.
La cinta está llena de muchos elementos que evocan a los clásicos del cine distópico anteriormente mencionados, pero la verdad es que Pimpinero nos recuerda más a un western crepuscular centrado en la psicología de los personajes y ambientado en un ambiente desencantado, árido y agreste, hermosamente fotografiado por Mateo Londoño (aquí el Death Valley de John Ford se reemplaza por La Guajira salvaje que Cristina Gallego y Ciro Guerra capturaron tan bien en Pájaros de Verano). Y si tomamos en cuenta que los caballos y carretas aquí son reemplazados por motocicletas y autos, la película de Baíz bien puede asociarse a los neo westerns fusionados con el noir de directores como John Dahl (Red Rock West) o Carl Franklin (One False Move).
De todas maneras y a pesar de sus fortalezas en la construcción de personajes y atmósferas, Pimpinero no está exenta de problemas. El principal inconveniente radica en el ritmo de la película. En varios momentos, la trama parece estancarse, especialmente en su segundo acto, cuando la narrativa se empantana en subtramas que no logran avanzar. Las secuencias de acción, aunque bien ejecutadas, son demasiado escasas y no siempre logran mantener el nivel de tensión necesario para sostener una película de estas características, y hay momentos en que la historia parece prolongarse innecesariamente. En un western, las persecuciones y los tiroteos nunca deben faltar.
Además, el cambio de enfoque de los hermanos a Diana, aunque interesante, puede llegar a extraviar y dispersar. La película comienza como una historia de familia y contrabando, pero a medida que Diana toma el protagonismo, la narrativa se aleja de las dinámicas entre los hermanos y se convierte en un thriller de venganza.
Este giro puede ser desconcertante, y aunque aporta frescura, también provoca que algunos elementos de la trama queden desatendidos. Asimismo, el flashback donde se revela al asesino de Juan debió haberse presentado de una manera lineal. Si Hitchcock hubiera mostrado el asesinato de su protagonista en flashback, Psycho jamás se hubiera convertido en clásico. Hay que recordar que el cine, generalmente, tiene que ver con decisiones bien tomadas.
Con Pimpinero: Sangre y gasolina, Andrés Baiz nos entrega un thriller que, aunque imperfecto, logra capturar la esencia de la desesperación humana en un contexto extremo. Para los amantes de su trabajo y los seguidores de cintas latinoamericanas con tramas moralmente complejas, esta es una propuesta de buena factura que vale la pena explorar.
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