
Un documental que reconstruye una de las heridas más profundas del conflicto colombiano con una fuerza íntima y política.
Director: Alejandro Bernal Rueda

Hay documentales que informan, otros que denuncian, y unos pocos que logran conmover, sacudir y permanecer como cicatriz viva en la conciencia colectiva. El doble secuestro de Sigifredo López, dirigido por Alejandro Bernal Rueda, pertenece a esta última estirpe. Su aparición dos décadas después de los hechos que narra (el secuestro y asesinato de once diputados del Valle del Cauca en 2002 a manos de las FARC, del cual López fue el único sobreviviente) no solo revisita el horror de una época, sino que interpela con crudeza las estructuras políticas, militares y judiciales que han definido el relato de la violencia en Colombia.

Desde sus primeros minutos, la película establece un tono grave pero contenido. Con una voz arraigada en la emoción pero sin melodrama, Sigifredo López enuncia la premisa que atraviesa todo el documental: “El secuestro no tiene como consecuencia un dolor fisiológico, sino un dolor existencial”. Esa frase basta para entender que lo que veremos no es únicamente una reconstrucción de hechos, sino una indagación en las dimensiones más profundas del trauma humano, el estigma social y la lucha por recuperar la propia voz.
El trabajo de archivo es, sin duda, uno de los pilares de la cinta. El acceso exclusivo a las grabaciones que la propia guerrilla realizó durante el secuestro (y que solo se hicieron públicas tras la firma del Acuerdo de Paz en 2016) permite una aproximación inédita al cautiverio de los diputados. No se trata de material complementario, sino de un corpus visual que expone la lógica interna de las FARC, el cálculo político detrás de la toma y la frialdad con que se ejecutó uno de los actos más atroces del conflicto armado colombiano. Al integrar esas imágenes con entrevistas actuales a exguerrilleros como Timochenko, Pablo Catatumbo y Santiago, el documental logra construir una polifonía incómoda, que no busca ni simplificar ni absolver, sino complejizar.
La primera parte del documental se concentra en el secuestro de 2002, el engaño militar con el que fueron sacados los diputados de la Asamblea del Valle, el cautiverio en la selva, los años de encierro y, finalmente, la masacre que acabó con la vida de once de ellos. Las imágenes de su liberación y del reencuentro de López con su familia fueron transmitidas en todos los noticieros del país, pero aquí adquieren una resonancia íntima y dolorosa, sobre todo al ser contrastadas con los testimonios de familiares y periodistas como Olga Behar y Jorge Cardona. Es evidente que Bernal Rueda no persigue el efectismo ni la lágrima fácil. Su montaje es sobrio, su ritmo preciso y su apuesta formal evita cualquier explotación del sufrimiento.
La segunda parte (el “otro secuestro”, como lo llama López) es tal vez aún más devastadora. En 2012, la Fiscalía lo acusó de haber participado en su propio secuestro y en el asesinato de sus compañeros, con base en un video borroso y en testimonios contradictorios. El documental exhibe cómo los errores del aparato judicial pueden replicar la lógica del victimario. López fue encarcelado durante varios meses y, aunque fue absuelto ese mismo año, la condena simbólica, la sospecha social, el escarnio mediático y la duda sembrada persisten. Esta dimensión convierte el caso en una reflexión aguda sobre las segundas violencias que viven las víctimas en Colombia, las cuales primero son despojadas de su libertad y luego de su dignidad.
El título del documental no es una exageración retórica, sino una tesis. El doble secuestro remite no solo a los dos episodios concretos que marcaron la vida de López, sino a la doble injusticia que encarna: La de la violencia armada y la de la justicia instrumentalizada. Y en ese sentido, la película también se inscribe en una genealogía de documentales que no solo buscan representar el dolor, sino dignificarlo. Como en los mediometrajes La toma (2010) de Angus Gibson y Miguel Salazar o en Impunity (2010) de Juan José Lozano y Hollman Morris, aquí la cámara no es un ojo distante, sino un vehículo de duelo y memoria.
Uno de los grandes aciertos de Bernal es su decisión de no presentar a López como héroe ni como mártir, sino como un hombre profundamente afectado, que no ha dejado de llorar su historia. En una de las escenas más conmovedoras, Sigifredo no puede contener las lágrimas. Ese momento encapsula lo que el cine documental puede lograr, que en este caso es no redimir, sino permitir el reconocimiento del dolor como experiencia política.
El estreno de El doble secuestro de Sigifredo López dos años después de su terminación (la cinta debutó en el Festival Internacional de Cine por los Derechos Humanos (FICDEH) en 2023) permite dar cuenta no solo de una injusticia histórica, sino que abre un espacio para la conversación sobre la reparación, la verdad y la reconciliación. Es, en ese sentido, una película necesaria. No solo para recordar el pasado, sino para entender el presente y, ojalá, para imaginar otro futuro.
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