
El actor y director argentino Adrián Suar despliega una tragicomedia sobre vínculos rotos, duelos inesperados y el peso de la herencia afectiva.
Director: Adrián Suar
Adrián Suar, Fernán Mirás, Natalie Pérez, Lorena Vega, Benjamín Rojas, Rodolfo Ranni

Adrián Suar, eterno rostro de la comedia argentina televisiva y cinematográfica, sorprende en Mazel Tov al apartarse (sin negarlos del todo) de los moldes más predecibles de su trayectoria. Actor protagónico y director por segunda vez, Suar se sumerge aquí en una narrativa con resonancias familiares e históricas que no oculta su deuda con Woody Allen, particularmente con ese tránsito que el neoyorquino ensayó en los años noventa entre la comedia neurótica y el drama existencial, como se ve en títulos como Husbands and Wives (1992) o Deconstructing Harry (1997) donde la culpa, los vínculos rotos y las herencias culturales se entretejen en clave de desencanto y lucidez. Al mismo tiempo, Mazel Tov evoca los retratos íntimos y punzantes de Noah Baumbach, especialmente en Greenberg (2010) y The Meyerowitz Stories (2017), con su mirada aguda y melancólica sobre la familia como territorio de disputas emocionales, ironía contenida, falta de madurez y necesidad de reparación afectiva.

Darío Roitman, el personaje que Suar encarna, es un empresario argentino que vive hace años en Estados Unidos, distanciado no solo de su país, sino de su linaje. La excusa del regreso, la cual está en el casamiento de su hermana (Natalie Pérez) y el bat-mitzvá de su sobrina, se ve trastocada por la muerte repentina del padre, detonante que convierte a la película en una pieza sobre la reconstrucción del relato familiar y el enfrentamiento con verdades incómodas. En este punto, Mazel Tov se instala en una encrucijada entre lo festivo y lo fúnebre, obligando a sus personajes a improvisar sobre el terreno inestable de la pérdida y la costumbre.
El guion de Pablo Solarz, que ya había colaborado con Suar en los éxitos Un novio para mi mujer, Me casé con un boludo y la ya mencionada 30 noches con mi ex, encuentra aquí una madurez estilística que alterna con destreza el humor de enredo con capas más densas de drama emocional. El punto de partida se presenta como una disparatada comedia coral, pero pronto el relato muta hacia la introspección, en un tono más próximo al cine de Daniel Burman, especialmente Derecho de familia o El abrazo partido. La diferencia está en la construcción de los personajes. Solarz evita la caricatura y apuesta por una escritura donde los silencios, las recriminaciones veladas y las omisiones dicen tanto como los enfrentamientos abiertos.
Suar, como actor, logra una interpretación sobria, casi contenida, desprovista de los tics que suelen acompañar a sus personajes televisivos. Su Darío Roitman es un hombre marcado por la huida que escapó de su familia y de sus responsabilidades paternales (su ex, interpretada con aplomo por Lorena Vega, lo enfrenta con la madurez que él no siempre tiene), de las heridas con su hermano mayor (un excelente Fernán Mirás) y de una identidad que nunca asumió del todo. Lo notable es que Mazel Tov no busca la redención fácil. No hay discursos épicos ni reconciliaciones sentimentales, sino escenas en las que las fracturas permanecen, aunque se bordeen desde el afecto.
El elenco que acompaña a Suar es de alto nivel. Fernán Mirás se roba varias escenas con una composición compleja, amarga, muy física, que contrasta con la neurosis de Suar. Natalie Pérez, Benjamín Rojas y Rodolfo Ranni completan el núcleo familiar, y figuras como Esteban Bigliardi, Adriana Aizenberg, Alberto Ajaka y Guillermo Arengo aportan matices con participaciones breves pero significativas. Uno de los elementos más interesantes es, justamente, la elección de actores no necesariamente ligados al imaginario judío tradicional, lo cual convierte la película en una fábula más universal, sin perder los elementos culturales que le dan color y contexto.
Desde lo formal, la dirección de Suar (acompañado por la cuidada fotografía de Guillermo “Bill” Nieto y la edición de Alejandro Parysow) nunca busca deslumbrar. Hay una apuesta por planos funcionales, con escasa afectación visual, lo que deja que la fuerza recaiga en los diálogos y en las relaciones entre personajes. Esta sobriedad visual refuerza el carácter teatral de muchos momentos, en especial los que se desarrollan en interiores familiares conformados por cocinas, cafés, salas y cementerios, lugares donde el peso de la tradición y la incomodidad del presente se cruzan de manera inevitable.
Si algo cabe criticar a Mazel Tov es cierta tendencia al subrayado emocional, especialmente en los momentos en que se explicitan los traumas o se verbalizan las culpas. Hay escenas en las que se confía demasiado en el recurso de la confrontación directa, cuando la cinta tiene la capacidad (y lo demuestra) de sugerir mucho más desde lo no dicho. Aun así, estos deslices no opacan la honestidad del conjunto ni la intención de construir una película que mire hacia adentro sin solemnidad ni impostura.
Mazel Tov (que en hebreo significa “Buena suerte”) no es simplemente una comedia judía ni un drama sobre el duelo. Es una película sobre el legado emocional que cada uno carga (muchas veces sin saberlo) y sobre la dificultad de reconciliar lo que uno quiso ser con lo que realmente fue. En tiempos de polarización, ruido y cinismo, Suar firma aquí su obra más madura: Una historia sobre vínculos, errores, pérdidas y ese afecto obstinado que sobrevive incluso cuando parece diluirse.
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