Bronenosets Potyomkin (Battleship Potemkin) (El acorazado Potemkin) (1925)

Un grito de rebelión convertido en una cruel sinfonía visual, El acorazado Potemkin sigue vibrando con la furia del montaje y la poesía del pueblo en movimiento.

Director: Sergei Eisenstein

Alexander Antonov, Vladimir Barsky, Grigori Alexandrov, Mikhail Goronorov       

Hay películas que no se ven, sino que se atraviesan. El acorazado Potemkin es una de ellas. En sus escasos 65 minutos, Sergei Eisenstein condensa una epifanía visual que desborda su tiempo, su geografía y hasta su ideología. Concebida en 1925 para conmemorar el vigésimo aniversario del levantamiento de los marineros del acorazado Potemkin contra la jerarquía zarista, esta obra no es simplemente una dramatización de hechos históricos sino una reescritura emocional, visceral y política de los mismos, donde la verdad histórica es menos importante que el impacto del sentimiento colectivo.

Eisenstein no busca personajes tridimensionales, no le interesa el desarrollo psicológico individual. En lugar de héroes individuales, encontramos masas coreografiadas con precisión matemática. El pueblo no es una suma de rostros, sino un cuerpo emocional indivisible que respira, sufre y lucha en sincronía. En este sentido, Potemkin se inscribe en la lógica del “hombre nuevo” soviético, no como sujeto aislado, sino como engranaje consciente de un colectivo transformador. Esa idea se materializa en el uso del montaje como dispositivo ideológico.

El “montaje de atracciones”, como lo definía el propio Eisenstein, no es un mero recurso narrativo, sino una herramienta de agitación. Es el corazón de la cinta, su fuerza motriz y su mayor legado. Al yuxtaponer imágenes de soldados mecánicos bajando las escaleras con primeros planos de madres desesperadas, niños mutilados y rostros anónimos atravesados por el pánico, Eisenstein no solo cuenta una historia: la impone, la graba en la retina del espectador como un imperativo moral. Cada corte, cada encuadre, cada ritmo está calibrado no para narrar, sino para incitar. La película no quiere que se le admire, sino que se le responda.

Ese poder persuasivo y emocional se condensa de forma paradigmática en la escena de la escalinata de Odessa, una secuencia tantas veces homenajeada, parodiada o disecada que parece haber perdido su impacto… hasta que uno la vuelve a ver y comprueba que sigue siendo una de las coreografías más brutales del cine. El carrito de bebé cayendo por los peldaños, tras la muerte de la madre, es un ícono cinematográfico que resume la fragilidad de la inocencia en medio de la represión estatal. No importa que esa masacre nunca haya ocurrido en la realidad; Eisenstein, como todo gran artista, entendía que la verdad emocional puede ser más revolucionaria que la veracidad histórica.

Pero más allá del panfleto, más allá de la retórica, Potemkin también ejerce una influencia inesperada: la génesis del cine de acción moderno. Sin diálogos, sin efectos especiales, sin héroes musculosos, Eisenstein estructura sus secuencias de confrontación y tensión con una claridad que hoy puede encontrarse en el cine de Brian De Palma, Kathryn Bigelow, Paul Greengrass o Christopher Nolan. La manera en que alterna planos cerrados de manos, ojos, engranajes, botas y rostros para crear una tensión creciente es el esqueleto del thriller contemporáneo. Eisenstein no solo montaba imágenes: montaba sensaciones.

No es casual que El acorazado Potemkin haya sido prohibida en países tan disímiles como Reino Unido, Francia, Alemania y hasta en la propia Unión Soviética en ciertos momentos. Su radicalidad no está en lo que dice, sino en lo que hace sentir. La película no predica; agita. Y esa capacidad de conmoción colectiva (ese nervio eléctrico que conecta al espectador con una rabia ancestral) es lo que la mantiene viva. Incluso si el contexto político ha cambiado, incluso si sus símbolos han sido vaciados por la repetición o por el cinismo de la historia, Potemkin conserva una potencia subterránea que puede resurgir en cualquier plaza, cualquier protesta, cualquier mirada que aún crea que el cine puede ser un arma.

Eisenstein murió sin ver su legado plenamente reivindicado por su país, víctima de los vaivenes ideológicos del estalinismo que, paradójicamente, ya no toleraba la idea de motín ni de formas de arte que escaparan del realismo socialista. Sin embargo, su película sobrevivió a su tiempo, a su régimen y a su doctrina, porque El acorazado Potemkin no pertenece solo a la historia del cine soviético. Pertenece a la historia del cine en su conjunto, a esa estirpe de obras que no solo documentan una época, sino que la confrontan. No hay revolución sin cine; no hay cine sin montaje; no hay montaje sin Eisenstein. Y en esa línea de fuego, Potemkin sigue disparando.

Sobre André Didyme-Dôme 1943 artículos
André Didyme-Dome es psicoterapeuta y periodista. Se desempeña como editor de cine y TV para las revistas ROLLING STONE Y THE HOLLYWOOD REPORTER EN ESPAÑOL y es docente universitario; además, es guionista de cómics para MANO DE OBRA, es director del cineclub de la librería CASA TOMADA y conferencista en ILUSTRE. Su amor por el cine, la música pop y rock, la televisión y los cómics raya en la locura.

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