
El gabinete del doctor Caligari de Robert Wiene inauguró el cine expresionista alemán con una obra que distorsiona el espacio, la identidad y la verdad.

Director: Robert Wiene
Werner Krauss, Conrad Veidt, Friedrich Fehér, Lil Dagover, Hans Heinrich von Twardowski, Rudolf Lettinger
En la historia del cine hay películas que se recuerdan por lo que narran, y otras, como El gabinete del doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, 1920), por la manera en que narran. Dirigida por Robert Wiene y escrita por Carl Mayer y Hans Janowitz, esta película silente se erige no solo como el punto de partida del cine expresionista alemán, sino como una de las obras fundacionales del arte cinematográfico en tanto lenguaje autónomo, cargado de símbolos, rupturas temporales y formas distorsionadas que representan el desorden interior del alma humana.

La mayor innovación formal de Caligari fue integrar al cine el espíritu del expresionismo pictórico y teatral, distorsionando decorados, perspectivas y sombras para convertirlos en una extensión del estado mental de los personajes. Las calles angulosas, las ventanas oblicuas y los escenarios pintados sobre lienzo no obedecen a una mímesis del mundo real, sino que representan una percepción subjetiva, agitada, casi delirante, de la realidad. Como en los cuadros de Edvard Munch, Ludwig Meidner o Ernst Ludwig Kirchner, la forma no refleja el mundo, sino su crisis.
A esta estética radical se sumó una estructura narrativa aún más osada. Un flashback que, como señalaría años después David Bordwell, es uno de los primeros usos complejos del relato enmarcado (frame story), y que culmina en un giro final que reconfigura todo lo visto. El narrador, Franzis (Friedrich Fehér), no es testigo de una historia real sino un paciente mental cuya perspectiva trastornada ha teñido toda la narración. Esta inversión narrativa convierte a la película en una reflexión sobre la locura, la autoridad y la fragilidad de la percepción. El “twist ending”, que décadas más tarde popularizarían guionistas como Rod Serling, M. Night Shyamalan o Christopher Nolan, encuentra aquí una de sus primeras manifestaciones en el cine.
Originalmente, el guion fue ofrecido a Fritz Lang, quien estaba entonces comprometido con Las arañas (Die Spinnen). Lang propuso una versión distinta del final, más ambigua y crítica, pero debió ceder el proyecto a Robert Wiene. Aunque se ha discutido mucho si el epílogo “normalizador” (en el que Francis aparece como paciente de un sanatorio) fue una imposición del director o de la productora Decla-Bioscop, lo cierto es que la ambigüedad del relato sigue interpelando al espectador más de un siglo después. Wiene, un director hoy menos recordado que Lang o Murnau, dirigió con precisión esta cinta que se convirtió, irónicamente, en la más recordada de su carrera.
El impacto de Caligari también se explica por su inquietante reparto. Werner Krauss encarna a la autoridad deformada, la figura del poder que somete y manipula. Su gestualidad exagerada y su presencia imponente se inscriben en la tradición del teatro expresionista. Conrad Veidt, por su parte, ofrece una interpretación memorable desde la contención corporal. Su figura fantasmal y su andar hipnótico como el sonámbulo asesino Cesare definen uno de los íconos del horror silente. A su lado, Friedrich Fehér, Lil Dagover, Hans Heinrich von Twardowski y Rudolf Lettinger completan un reparto que contribuye a la atmósfera de alucinación y paranoia, haciendo de cada rostro una máscara del inconsciente colectivo de la posguerra.
Siegfried Kracauer, en su influyente libro De Caligari a Hitler: una historia psicológica del cine alemán (1947), interpretó la película como un reflejo del inconsciente colectivo de la República de Weimar, marcada por el trauma de la Primera Guerra Mundial, la paranoia ante el poder y la tendencia a someterse a figuras autoritarias. Según Kracauer, Caligari es una figura protofascista que controla y manipula, mientras Cesare representa al ciudadano obediente, dormido y carente de voluntad. Aunque su lectura ha sido criticada por otros teóricos por su determinismo histórico, su influencia es indiscutible a la hora de pensar el cine alemán como una expresión cultural con resonancias políticas profundas.
El impacto de la cinta fue tan grande que dio nombre a un movimiento. El caligarismo fue una corriente del cine expresionista que abrazó la estética distorsionada, los temas psicológicos y los escenarios artificiales para explorar los miedos de una sociedad en crisis. Filmes como El golem (1920), Nosferatu (1922), El último (1924) o Metrópolis (1927) continuarían esta senda, cada uno a su manera. Años más tarde, el legado visual de Caligari sería recuperado por cineastas como Tim Burton (Batman Returns, Edward Scissorhands, Sleepy Hollow), Terry Gilliam (Brazil) o incluso Darren Aronofsky y David Lynch, quienes, como en Caligari, transitan narrativas fragmentadas, atmósferas oníricas y la ambigüedad entre cordura y locura.
El gabinete del doctor Caligari no solo anticipa muchas de las obsesiones del cine del siglo XX (la autoridad, la subjetividad, la represión, la duplicidad de lo real y lo imaginado), sino que las representa mediante una forma radicalmente nueva. Su influencia perdura no por lo que muestra, sino por cómo lo muestra. Es el acto inaugural de un cine moderno que, en lugar de retratar el mundo, se atreve a deformarlo para revelarlo.
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