Taboo (Tabú: El deseo prohibido) (1980)

La ópera prima de Kirdy Stevens redefine el cine porno narrativo al abordar, con tono melodramático y espíritu transgresor, uno de los mayores tabúes sociales: El deseo incestuoso entre madre e hijo.

Director: Kirdy Stevens

Kay Parker, Mike Ranger, Dorothy LeMay, Juliet Anderson, Turk Lyon, Milton Ingley

Estrenada en 1980, Taboo no solo inauguró una longeva franquicia de más de veinte secuelas, sino que marcó un hito en la historia del cine para adultos al ser uno de los primeros largometrajes pornográficos en tratar la temática del incesto desde una perspectiva narrativa sostenida. Dirigida y montada por Kirdy Stevens y escrita y producida por su esposa Helene Terrie (algo inusual para la industria, dada la autoría femenina), la película se convirtió rápidamente en objeto de culto, tanto por su carácter provocador como por el aura de solemnidad emocional que rodea a su protagonista, Barbara Scott.

Kay Parker, en el papel que la inmortalizaría como ícono del porno clásico, construye un personaje cargado de ambigüedad emocional. Como Barbara, despliega una paleta interpretativa que va del dolor íntimo al despertar erótico con una dignidad pocas veces vista en el género. Abandonada por su esposo tras ser acusada de “frígida”, Barbara representa una figura marginalizada por el patriarcado: Rechazada por el sistema laboral, excluida del afecto conyugal, sometida al deseo masculino (incluso al borde de la agresión) y condenada a procesar su despertar sexual fuera de los límites aceptables de la norma.

Lejos de ser una figura cínica o abiertamente perversa, Barbara es escrita como una mujer herida, que canaliza su soledad y su necesidad de afecto a través de una trasgresión que deviene inevitable, aunque condenada. La escena central (la consumación incestuosa con su hijo Paul, interpretado por Mike Ranger) no es presentada con regodeo ni violencia: Se da en un entorno íntimo, afectivo, casi compasivo, donde el acto sexual se tiñe más de ternura que de perversión.

La película bebe claramente del psicoanálisis freudiano. El Edipo invertido, la figura del padre ausente, la madre que pasa del rol de cuidadora al de objeto del deseo, y la mirada voyerista del hijo que inicia la cadena de eventos, responden todos a una lógica simbólica más próxima al melodrama burgués que al cine erótico de consumo inmediato.

Kirdy Stevens dirige con una sensibilidad que evita el tratamiento chabacano. Si bien no escapa del kitsch propio del porno setentero (planos desenfocados, música sensiblera, iluminación blanda y efectos de sonido excesivos), sí logra sostener una narrativa coherente, con personajes en conflicto interno y momentos de pausa reflexiva. La estructura recuerda, por momentos, al melodrama televisivo: Barbara buscando trabajo, enfrentando la incomprensión de sus amigas, el fallido intento de reinsertarse en la vida amorosa, la tentación que se abre en lo doméstico…

En su fondo, Taboo no pretende hacer una apología del incesto, aunque sea esta su carta de presentación más famosa. Por el contrario, el filme se enfoca en mostrar las consecuencias de la represión sexual femenina, y cómo una sociedad hipócrita empuja a las mujeres hacia márgenes de deseo inconfesables. La culpa, el arrepentimiento, la imposibilidad de narrar la transgresión en voz alta son los motores de la segunda mitad de la cinta. La escena final, con Barbara refugiándose en su amigo Jerry (Milton Ingley), funciona casi como un retorno al orden, aunque ya imposible de restaurar del todo.

Dentro del reparto, destaca también la presencia de Juliet Anderson, mejor conocida en la industria como Aunt Peg, uno de los rostros más emblemáticos del porno californiano de finales de los setenta. En Taboo, interpreta a Gina, la mejor amiga de Barbara, un personaje secundario pero esencial para catalizar el conflicto central. Gina encarna la antítesis de la protagonista: Es extrovertida, desinhibida, hedonista y profundamente cínica. Su participación está marcada por una energía tragicómica que oscila entre lo grotesco y lo caricaturesco, como en la escena en la que, al escuchar por teléfono que su amiga podría estar siendo agredida, reacciona no con alarma sino con autoestimulación.

Este tipo de contradicciones, lejos de desentonar, acentúan el tono ambiguo de la película. Gina no solo es la que introduce a Barbara al mundo del intercambio de parejas (llevándola a una fallida orgía), sino que también funciona como espejo distorsionado del deseo femenino: una mujer que ha hecho del placer su único principio, al punto de perder toda noción de empatía. En manos de otra actriz, el personaje podría haber caído en el ridículo, pero Anderson le imprime un carisma vulgar y despreocupado que lo hace inolvidable. Su presencia contribuye, además, a subrayar el contraste moral y emocional entre las mujeres del relato: una (Barbara) empujada al abismo por la soledad, la otra (Gina) abrazando el exceso como tabla de salvación.

Tras su etapa como actriz, Anderson saltó a roles de dirección y producción (incluso participó en la franquicia oficial de Taboo como Gina en la segunda parte) y, posteriormente, desplegó una extensa actividad fuera del cine pornográfico: Trabajó como consejera de pareja, terapeuta de masaje, autora y conferencista sobre sexualidad adulta (fue pionera en el “Tender Loving Touch” y recibió honores académicos) .

De este modo, su aparición en Taboo cobra una significación especial: no es solo un cameo de actriz veterana, sino la presencia de una pionera que redefinió el erotismo para mujeres maduras, y cuyo personaje es la chispa liberadora en la caída de la protagonista. Gina encarna la subversión femenina con vida propia, y su trayectoria completa (de la pantalla al activismo sexual) la sitúa como un referente ineludible de la historia del cine y la cultura erótica.

Vale la pena mencionar que lo más perturbador (y al mismo tiempo revelador) es que, escrita por una mujer, la película ofrece un retrato complejo del deseo femenino, no como objeto pasivo del goce masculino, sino como fuerza latente que desborda los límites culturales.

Taboo fue premiada por la Video Software Dealers Association en 1983 y es considerada un punto de quiebre entre el porno como simple espectáculo genital y el porno narrativo con estructura cinematográfica. Algunos han señalado su valor histórico como «fetish-core» temprano, así como su capacidad para abordar la vergüenza, la soledad y la marginalización social de las mujeres desde un prisma de sensibilidad genuina, aunque encapsulada en una estética de explotación.

Desde una mirada actual, la película puede resultar incómoda o incluso inaceptable por su contenido. Pero ignorar su contexto de producción sería anacrónico: Taboo pertenece a un momento histórico en el que el cine porno aún negociaba su legitimidad estética y su relación con la cultura dominante. Fue, al mismo tiempo, un síntoma de la liberalización sexual de los setenta y una advertencia sobre los peligros de la soledad estructural de las mujeres.

Taboo es un artefacto contradictorio, polémico y esencial. Su valor no radica en lo explícito de sus escenas, sino en su habilidad para cruzar fronteras simbólicas, desestabilizar al espectador y proponer una mirada trágica (y casi piadosa) sobre un deseo que no sabe a dónde ir. Entre lo prohibido y lo patético, entre el goce y la culpa, Kirdy Stevens ofrece un testimonio de la fragilidad humana en el corazón mismo del cine para adultos.

El éxito de Taboo fue tal que derivó en una franquicia que se prolongó durante casi tres décadas, con un total de 23 entregas producidas entre 1980 y 2007. Aunque las secuelas (especialmente las dirigidas por Kirdy Stevens hasta la parte 4) intentaron mantener cierta continuidad emocional y estilística, pronto la saga degeneró en una fórmula cada vez más explícita, donde el conflicto incestuoso dejó de ser tratado como dilema moral y pasó a convertirse en simple pretexto para la escena hardcore.

La primera trilogía conserva aún un tono narrativo marcado por el conflicto interno, pero a partir de la cuarta entrega la serie cambia de manos, con otras productoras y directores que explotan el morbo sin sostener el andamiaje psicológico original. Esto, sin embargo, no impidió que Taboo se consolidara como una de las franquicias más duraderas del porno estadounidense, precursora directa de subgéneros actuales como el “MILF” o el “incest fantasy”.

El término taboo se volvió una etiqueta de marketing, desligada de su carga transgresora original, y pasó a ser sinónimo de cualquier vínculo sexual no convencional (ya no como problema narrativo, sino como reclamo de consumo).

La carrera de Kay Parker se ancla en este filme de manera inseparable. Aunque participó en numerosas producciones pornográficas durante los años ochenta, fue su interpretación como Barbara Scott la que definió su legado. Lejos de limitarse a ser una “madre caliente”, Parker encarnó una figura maternal compleja, vulnerable y creíble. Su madurez, su sofisticación gestual, su capacidad para comunicar dolor y deseo en un mismo plano, convirtieron a Taboo en algo más que una película porno: En un estudio del deseo postergado.

Parker se retiró relativamente joven de la industria, a inicios de los años noventa, y más adelante publicó una autobiografía (Taboo: Sacred, Don’t Touch) donde aborda sin pudor su relación con la industria, la espiritualidad y los traumas personales. Convertida en guía espiritual y practicante de terapias alternativas, Parker defendió su paso por el porno como una forma de empoderamiento en un mundo que había intentado hacerla sentir culpable por su sexualidad madura.

En retrospectiva, su figura representa una excepción en la industria: Una mujer que supo interpretar su papel con profundidad y distancia, y que luego reclamó su propia narrativa personal lejos de la explotación que inicialmente le dio fama.

Desde su estreno, Taboo ha generado discusiones acaloradas sobre los límites de la representación en el cine para adultos. Su temática (una madre que termina teniendo relaciones sexuales con su hijo adolescente) es, sin duda, una de las más delicadas posibles. No obstante, conviene distinguir entre representación y apología.

La película no justifica ni naturaliza el incesto: Más bien, lo presenta como un producto de un entorno emocional roto, de una mujer aislada por el sistema, sin espacio para procesar sus afectos. El guion, escrito por una mujer, introduce una lectura feminista inesperada: La protagonista es víctima de un sistema que la desecha por no cumplir con los estándares del placer masculino, y su eventual “transgresión” nace de un abandono sistémico, no de una patología individual.

¿Es posible pensar que Taboo sea, en última instancia, una metáfora brutal sobre la soledad femenina y la necesidad de conexión emocional? ¿O estamos ante una película que instrumentaliza esa lectura para suavizar su componente escandaloso?

El debate sigue abierto. En un contexto donde la pornografía contemporánea explota sin matices las fantasías incestuosas, Taboo aparece como un antecedente complejo, ambivalente, incluso incómodo. No es una defensa del incesto, sino una fábula sobre la fragilidad humana cuando el deseo y la culpa colisionan.

Sobre André Didyme-Dôme 1941 artículos
André Didyme-Dome es psicoterapeuta y periodista. Se desempeña como editor de cine y TV para las revistas ROLLING STONE Y THE HOLLYWOOD REPORTER EN ESPAÑOL y es docente universitario; además, es guionista de cómics para MANO DE OBRA, es director del cineclub de la librería CASA TOMADA y conferencista en ILUSTRE. Su amor por el cine, la música pop y rock, la televisión y los cómics raya en la locura.

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