
David Lynch nos dejó, pero su legado continúa latiendo con fuerza en los pliegues turbios y fascinantes de Mulholland Drive, esa pesadilla lírica que sigue redefiniendo el lenguaje del cine.
Director: David Lynch
Naomi Watts, Laura Harring, Robert Forster, Justin Theroux

David Lynch ha muerto. Su partida marca el final de una era en la que lo enigmático, lo sensual y lo onírico no solo eran recursos narrativos, sino formas de ver el mundo. Si hay una película que condensa su mirada (una que respira el misterio, el trauma y la belleza desgarradora del inconsciente) es Mulholland Drive.

Lo que comenzó como un piloto rechazado por ABC en 1999 se convertiría, con el apoyo decisivo de StudioCanal, en una de las películas más celebradas del nuevo milenio. Una cinta que desafía las normas del relato lineal y nos sumerge en el corazón oscuro del sueño hollywoodense, ese que seduce y devora con la misma intensidad.
Mulholland Drive nos introduce en dos mundos que parecen coexistir y colapsarse entre sí. Por un lado, Betty Elms (Naomi Watts), una joven ingenua llegada desde Canadá con la ilusión de triunfar como actriz en Los Ángeles. Por el otro, Rita (Laura Harring), una mujer que ha perdido la memoria tras sobrevivir a un intento de asesinato. Entre ambas se forma una relación de ayuda, deseo y confusión, que evoluciona hacia algo mucho más inquietante. Cuando aparece una misteriosa caja azul y la identidad de las protagonistas comienza a resquebrajarse, la narrativa se fragmenta y se revela como el reflejo distorsionado de un trauma profundo.
En realidad, lo que Lynch nos ofrece no es una historia, sino dos versiones del mismo dolor: el sueño dorado de Hollywood y su reverso de pesadilla. Betty, en su dulzura luminosa, es la promesa; Diane (su posible alter ego en el último tercio del filme), la descomposición. Lynch nos hace ver el deseo como un lugar donde se borran las fronteras entre la identidad y la actuación, entre la realidad y la ilusión.
Naomi Watts ofrece una de las interpretaciones más complejas y camaleónicas de las últimas décadas. Pasa de la dulzura ingenua a la rabia, del entusiasmo al colapso emocional, sin perder nunca el control sobre los matices de su personaje. La escena de su audición, en particular, es una clase magistral de actuación dentro de la actuación. Laura Harring, con su mirada perdida y su físico de diva clásica, construye una presencia etérea que funciona como superficie de proyección para las fantasías (y temores) de su compañera.
Justin Theroux, como el director Adam Kesher, representa la otra cara del sistema: un hombre atrapado en una red de intereses mafiosos y absurdos, dominado por fuerzas invisibles que dictan a quién debe elegir para su película. Su historia, que parece paralela y satírica, también acaba convergiendo en ese núcleo de frustración y control que define el relato.
La fotografía de Peter Deming baña cada secuencia en luces contrastadas, saturadas o veladas, como si todo estuviera visto a través de un filtro de recuerdo o deseo. Las transiciones de tonalidad (del fulgor diurno al claroscuro más opresivo) refuerzan esa sensación de estar soñando con los ojos abiertos. La edición de Mary Sweeney, por su parte, fragmenta el tiempo sin rupturas bruscas, con una fluidez que convierte la confusión en una experiencia estética.
Angelo Badalamenti, colaborador habitual de Lynch, firma aquí una de sus partituras más memorables. Su música no acompaña las emociones: las arrastra, las manipula y las subvierte. No hay sonido más perturbador que ese susurro que repite «Silencio», ni escena más poderosa que aquella en el Club Silencio, donde la voz de Rebekah Del Rio continúa sonando aun cuando el cuerpo ha colapsado. “No hay banda”, anuncia el maestro de ceremonias, y sin embargo escuchamos la música. Es la esencia del artificio revelada como dolor.
Mulholland Drive no se explica: se experimenta, se recuerda y se intuye. Lynch no construyó un rompecabezas para ser resuelto, sino un laberinto emocional donde cada bifurcación habla del duelo, del deseo y de la imposibilidad de ser amados tal como somos. Su gran aportación al cine fue demostrar que lo irracional tiene su propia lógica, que lo inconcluso también puede ser arte.
Hoy con Lynch muerto, Mulholland Drive se alza como su testamento involuntario, su carta de amor amarga a un sistema que siempre sospechó corrupto y a una forma de hacer cine que jamás se rindió a la lógica del mercado. La cinta es un sueño, sí. Pero también una advertencia: nadie sale ileso de sus propios anhelos.
Silencio.
Dejar una contestacion