National Theatre Live: Hamlet (2016)

Un Hamlet visualmente imponente, profundamente humano y lleno de contradicciones.

Directora: Lyndsey Turner

Benedict Cumberbatch, Ciarán Hinds, Anastasia Hille, Sian Brooke

Ver Hamlet en teatro o en cine siempre tiene algo de ritual. Esta obra es el Monte Everest del teatro. Y aunque sabemos más o menos qué va a pasar (el fantasma, la locura, las traiciones, la sangre derramada), lo que nos arrastra a verla una y otra vez no es la historia, sino la forma en que se nos cuenta. Cómo se presenta el dolor. Cómo se sostiene la duda. Cómo se siente la caída.

La versión de 2016 dirigida por Lyndsey Turner y protagonizada por Benedict Cumberbatch no escapa de ese magnetismo, pero sí lo aborda desde un lugar distinto: más moderno, más estético, más libre incluso. Y ahí está su virtud… y su trampa.

Hamlet es la tragedia del pensamiento paralizante. Un príncipe que no puede decidir si vengar la muerte de su padre porque sospecha (con toda razón) que hacerlo lo transformará en aquello que detesta. Es una obra sobre el dolor que no encuentra salida, sobre la mentira institucionalizada, sobre el vacío que queda cuando todo se rompe y nadie dice la verdad. Hamlet no sabe qué hacer porque el mundo no tiene sentido, y Shakespeare nos obliga a sentarnos junto a él en esa incertidumbre.

Y lo interesante es que esta versión, en vez de acelerar hacia los momentos de mayor tensión, los aplaza. Les pone peso. El primer acto no es un golpe de efecto, sino una construcción lenta, donde incluso la aparición del fantasma es postergada por una escena íntima de Hamlet en su habitación, hojeando fotos familiares. Es un comienzo anticlimático si uno espera fuegos artificiales, pero funciona como declaración de principios: aquí todo va a ser observado desde lo privado, desde lo roto.

Benedict Cumberbatch tiene una energía peculiar: mezcla elegancia y torpeza, intensidad y retraimiento. Y eso, curiosamente, le sirve. Su Hamlet no es el genio enloquecido ni el vengador épico, sino un joven atravesado por el duelo, la rabia y el miedo. Hay algo profundamente moderno en su forma de dudar. No actúa como si tuviera todas las respuestas; actúa como alguien que se rompe tratando de entenderlas.

Sus monólogos (especialmente el “ser o no ser”) no tienen solemnidad de escuela, sino un tono íntimo, casi como si nos los confiara a nosotros. No son discursos para impactar, sino pensamientos sueltos que se le escapan en medio del dolor. En ese sentido, es un Hamlet accesible, cercano. Y eso, en medio del caos visual que a veces propone la puesta en escena, se agradece.

Lyndsey Turner toma riesgos. Cambia el orden de escenas, subraya símbolos, convierte algunos momentos en postales teatrales que, aunque visualmente impresionantes, a veces se sienten desconectadas del drama interno. La escenografía de Es Devlin (un Elsinore oscuro, desbordado de escombros, con retratos colgando como si el pasado vigilara todo) crea una atmósfera poderosa. Pero hay instantes donde la forma ahoga el contenido.

Por ejemplo, cuando Hamlet se pone un casco de soldado, o un tocado indígena, o dispara desde una fortaleza de juguete, uno entiende lo que se quiere decir (que la locura del personaje es también una performance, una forma de hablar sin ser entendido). Pero el exceso distrae. A veces, lo que debería ser ambigüedad se vuelve burla involuntaria. Y esa línea, en Shakespeare, es muy fácil de cruzar.

Ciarán Hinds, como Claudio, tiene presencia, pero su relación con Gertrudis (Anastasia Hille) parece distante, casi fría. No hay química, ni tensión, ni rastro del deseo culpable que debería sostener su alianza. En cambio, Sian Brooke como Ofelia entrega una actuación conmovedora. Su caída es lenta, creíble, dolorosa. Hay una escena donde sube por una montaña de basura (sí, literalmente), y a pesar del simbolismo obvio, ella logra que todo se suspenda, que el gesto no se vea forzado, sino inevitable.

Horacio (Leo Bill), Polonio (Jim Norton), Laertes (Kobna Holdbrook-Smith) cumplen sin brillar. Hay momentos sólidos, sí, pero todo parece girar, casi exclusivamente, en torno al dolor de Hamlet y el derrumbe de su mundo.

Esta Hamlet no es perfecta. Se pierde en imágenes grandilocuentes. Ralentiza el ritmo. Modifica el orden del texto. Pero, al mismo tiempo, ofrece una lectura sincera, sensible y valiente. Cumberbatch no hace un Hamlet para el aplauso; hace un Hamlet para el desconcierto. Y eso, en tiempos donde todo parece tener que explicarse y resolverse rápido, es casi revolucionario.

El espectador quedará con una sensación extraña: la de no haber visto la mejor versión de Hamlet, pero sí una de las más humanas. A veces, eso es más importante que la perfección.

Sobre André Didyme-Dôme 1862 artículos
André Didyme-Dome es psicoterapeuta y periodista. Se desempeña como editor de cine y TV para la revista ROLLING STONE EN ESPAÑOL y es docente universitario; además, es guionista de cómics para MANO DE OBRA, es director del cineclub de la librería CASA TOMADA y conferencista en ILUSTRE. Su amor por el cine, la música pop y rock, la televisión y los cómics raya en la locura.

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*