Un Jarmusch a la finlandesa
El vigésimo trabajo de Aki Kaurismäki marca su regreso luego de seis años de inactividad y constituye la cuarta entrega de su “serie proletaria”, luego de Sombras del paraíso (1986), Ariel (1988) y La chica de la fábrica de fósforos (1990), enfocada en la cotidianidad de la clase obrera.
Su título hace referencia a la canción Les feuilles mortes de Joseph Kosma y Jacques Prévert y la protagonista es Ansa (Alma Pöysti), una mujer que vive en Helsinki y que trabaja arduamente en un supermercado. Una noche de merecido descanso, Ansa conoce a Holappa (Jussi Vatanen), un hombre tan solitario como ella, pero con un gusto desmedido por la bebida. Los dos van a intentar tener una relación. Se encuentran. Van a cine. Se distancian. Escuchan en la radio sobre la guerra de Ucrania. Se reencuentran. Y eso es todo. Sin embargo, luego de una hora y veinte minutos, los espectadores quedaremos profundamente conmovidos con esta bella historia de amor.
Kaurismäki tendría en su juventud más de cuarenta trabajos variopintos por un período de quince años. Allí conocería a las personas que se convertirían en el material de inspiración para la confección de sus personajes, los cuales son definitivamente libres gracias a su condición de marginales. Aunque el director cita como sus influencias a los directores Jean Pierre Melville y Robert Bresson, el ritmo pausado, el sentido del humor irónico y la aguda observación sobre la condición humana del director, produce un estilo muy cercano al del norteamericano Jim Jarmusch, ese otro autor fascinado por las ideas urbanas pseudo bohemias y tragicómicas, y que al igual que el director finlandés, ofrece unas profundas reflexiones (así no lo parezca), sobre la vida cotidiana de la clase marginal y sobre unos personajes sumidos en la desesperación y la depresión, que viven una existencia rutinaria, con muy pocas o ninguna posibilidad para relacionarse y comunicarse, más allá de una ayuda desinteresada.
Tanto Jarmusch como Kaurismäki producen un cine que cautiva, ya que los dos deciden no desechar los “momentos muertos” del cine (aquellos momentos que muchos cineastas descartan bajo el supuesto de que no permiten avanzar la historia y de que no aportan nada a la trama) para ponerlos en un primer plano y así retratar la vida de unos fracasados inmersos en una rutina constante, pero que están en la búsqueda de un momento (así sea pequeño y efímero) de felicidad y plenitud. Como dato curioso, Jarmusch aparece como un vendedor de autos en la excéntrica película de Kaurismäki de 1989, Los Leningrad Cowboys van a América, y Sakari Kousmanen, el actor fetiche y alter-ego de Kaurismäki, apareció en Night on Earth, la cinta de Jarmusch de 1991. No es gratuito que Ansa y Holappa vayan al cine para ver la comedia sobre zombies Los muertos no mueren de Jarmusch. Como este hombre y esta mujer, estos dos autores estaban destinados a entrecruzar sus vidas.
El caos en la vida de los personajes concebidos por Jarmusch y Kaurismäki se estructura en una composición visual minimalista, simétrica y armónica. Y los dos utilizan de una forma incidental la música para brindarle una dimensión emocional al relato, así como el humor para evidenciar el absurdo de la existencia. Pero Kaurismäki se distancia de su colega al darle una dimensión sociopolítica a su trabajo y al presentarnos a unos personajes con una gran determinación, que toman unas decisiones trascendentales de una forma brutalmente sencilla.
Por medio de lo que el director denomina como “diálogos revólver”, los protagonistas de sus historias dicen lo que tienen que decir sin necesidad de largos diálogos y sus silencios son mucho más elocuentes que sus voces. Según la madre de Kaurismäki, este no comenzaría a hablar sino hasta haber cumplido los cinco años. Tal vez por esto, el cine de este autor es más de acciones que de palabras.
A Kaurismäki se le suele tildar de pesimista ya que, para el autor, el cine es una forma de arte moribunda que expresa aquello que está vivo dentro del artista, pero que de alguna manera muere al ser expresado. Pero, en realidad, es todo lo contrario. Kaurismäki es una persona que recurre a la ingenuidad y a un sentido del humor existencial como medio para luchar contra el absurdo de la condición humana de la postmodernidad. Como ejemplo claro de ello, está el evento posterior a la entrega del Oso de Plata en la Berlinale, en la que el director invitó a Sakari Kousmanen para que ofreciera la primera rueda de prensa cantada de la historia.
A diferencia de muchos de los grandes directores de la historia del cine, Kaurismäki no es un autor pretencioso. Para él, el cine es ante todo entretenimiento y no cree que posea la fuerza o el ímpetu para transformar el mundo. Como alguna vez lo confesó, es un artesano convencido de que lo que hace es mierda, pero con sentido.
Ahora, con sesenta y seis años y veinte largometrajes, Kaurismäki ha expresado su deseo de retirarse definitivamente del cine. De ser así, perderíamos a uno de los directores más interesantes y relevantes de los últimos años. Es toda una fortuna para los cinéfilos saber, que como si se tratara de un alcohólico empedernido, el director ha hecho esta promesa en repetidas ocasiones y ha fracasado rotundamente en cumplirla.
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