
The Brutalist es un épico monumental que entrelaza arquitectura, migración y ambición en una obra de arte atemporal.
Director: Brady Corbet
Adrien Brody, Guy Pearce, Felicity Jones, Alessandro Nivola, Isaach de Bankolé

Con The Brutalist, el actor convertido en director Brady Corbet ha logrado una proeza pocas veces vista en el cine contemporáneo: un épico de casi cuatro horas que, con obertura e intermedio incluidos, evoca la era dorada de Hollywood y la magnificencia de los grandes autores europeos. La película no solo es un homenaje a los gigantes que dominaron las pantallas en los años 70 (piensen en Welles, Bertolucci, Visconti, Bergman, Cimino, Kubrick o Coppola), sino una declaración de principios: el cine aún tiene espacio para las narrativas expansivas, ambiciosas, eróticas y profundamente humanas. A24, consciente de su relevancia, ha apostado por ella como una de sus principales cartas para esta temporada de premios, y no es para menos: estamos frente a un clásico instantáneo.

El título de la película no es casual. El brutalismo, ese movimiento arquitectónico que prioriza la funcionalidad y la honestidad material, cobra vida como metáfora de la existencia del protagonista, Lázsló Tóth, un arquitecto húngaro que huye a Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial. Interpretado por Adrien Brody en su mejor actuación desde El pianista, Lázsló es un hombre moldeado por la adversidad, alguien cuya obra refleja la belleza y dureza del concreto: resistente, funcional, pero cargada de cicatrices.
Corbet utiliza el brutalismo como algo más que una estética. Las estructuras minimalistas y monumentales que Lázsló diseña funcionan como reflejos de su lucha interna y de la experiencia del inmigrante: construir algo duradero en un entorno hostil, mientras el sistema te exige asimilarte a su molde, borrando tus raíces para que al final, termine jodiéndote. La cámara de Lol Crawley convierte estos edificios en personajes en sí mismos, inmortalizando su majestuosidad con encuadres en formato VistaVision y una paleta de colores que combina el gris del concreto con los tonos melancólicos de la posguerra.
La historia sigue a Lázsló mientras intenta rehacer su vida en Estados Unidos, una tierra prometida que pronto se convierte en un laberinto de decepciones. Tras ser contratado para un proyecto menor por el magnate Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce, en un papel magnético y aterrador), Lázsló es empujado a construir un centro comunitario que representa el sueño americano tanto como su mayor trampa: un espacio de grandiosidad y control, que lo lleva al límite físico y emocional. Entre el jazz de los años 50, los ecos de la Bauhaus, comentarios sobre la sexualidad humana y las cicatrices del Holocausto, Corbet articula una narrativa que atraviesa décadas, tocando temas como la alienación del inmigrante, el poder destructivo de las élites y la búsqueda desesperada de trascendencia. No veíamos cine tan grandioso desde The Zone Of Interest de Jonathan Glazer.
La relación de Lázsló con Harrison se convierte en el corazón de la película: un duelo de voluntades que evoca a There Will Be Blood de Paul Thomas Anderson en el que la arquitectura se convierte en campo de batalla. Mientras Brody insufla a su personaje un estoicismo quebrado, Pearce encarna a Van Buren como un tirano refinado, a la altura de los grandes villanos del cine moderno. Pero es el elenco en conjunto (incluyendo a Felicity Jones como la esposa atrapada en la distancia y a Isaach de Bankolé como el leal asistente de Lázsló) el que da vida a esta epopeya, cada uno brillando en su rol.
Brady Corbet, quien ya había mostrado su ambición con las imponentes The Childhood Of a Leader y Vox Lux, da un salto cualitativo con The Brutalist. Aquí no solo rinde homenaje a los grandes maestros, sino que demuestra que está a su altura. La precisión de la dirección, el cuidado en los detalles históricos y la fluidez con la que se entrelazan los arcos narrativos son prueba de su evolución como cineasta. La música de Daniel Blumberg, envolvente y llena de gravedad subraya la monumentalidad de cada escena y la evolución de la historia a través de los tiempos, mientras que la fotografía de Crawley transforma incluso los espacios más inhóspitos en lienzos de belleza austera.
The Brutalist no solo es un festín visual y narrativo; es también un recordatorio de lo que el cine puede ser cuando se atreve a ir más allá de las fronteras del entretenimiento. Como las obras arquitectónicas que homenajea, es una película construida para perdurar. Su ambición, sus interpretaciones y su resonancia emocional la colocan como una de las grandes favoritas para el Óscar a Mejor Película y Mejor Dirección. En un año lleno de propuestas innovadoras, Corbet ha entregado algo verdaderamente atemporal.
Si hay una lección que deja The Brutalist, es que, al igual que sus edificios, las grandes historias se construyen con sudor, sacrificio y un espíritu que no teme enfrentarse al peso de su propio legado.
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