
En su debut como directora, Rebecca Lenkiewicz adapta la novela de Deborah Levy en un retrato psicoanalítico del vínculo madre-hija, donde la enfermedad y el deseo se entrelazan bajo el sol abrasador de un verano español.
Directora: Rebecca Lenkiewicz
Emma Mackey, Fiona Shaw, Vicky Krieps, Vincent Perez, Patsy Ferran

Con Hot Milk, Rebecca Lenkiewicz se lanza por primera vez a la dirección cinematográfica, luego de una destacada carrera como guionista y dramaturga. Reconocida por piezas teatrales como Her Naked Skin (la primera obra original escrita por una mujer viva en ocupar el escenario Olivier del Royal National Theatre) y guiones notables como Ida (Óscar a la Mejor Película Extranjera), Disobedience o Colette, su sello ha sido claro: Una mirada incisiva y sensible sobre mujeres en entornos asfixiantes, donde las pulsiones chocan con los mandatos sociales. En Hot Milk, la prisión ya no es una comunidad religiosa o una red de poder masculina, sino el vínculo originario: La madre.

Basada en el texto de Deborah Levy, Hot Milk explora la intensidad simbólica de un verano español donde el cuerpo enfermo de una madre y el deseo vacilante de una hija se cruzan con el paisaje árido, la sal del mar y los aguijones de medusa. La narrativa se centra en Sofia (Emma Mackey), una antropóloga frustrada que acompaña a su madre, Rose (Fiona Shaw), a una clínica en Almería, en busca de una cura para un misterioso padecimiento que la inmoviliza. Pero el tratamiento resulta ser más una escenografía simbólica. Un consultorio extraño dirigido por el enigmático Dr. Gómez (Vincent Perez), que se aleja de una verdadera práctica médica.
Mientras Rose se entrega a su dolencia como forma de control, Sofia vaga sin rumbo, atraída por Ingrid (Vicky Krieps), una mujer sensual y errática. La relación con Ingrid despierta en Sofia un deseo nuevo, pero también la revela atrapada en otra red emocional, tan turbia como la de su madre.
El título Hot Milk no es solo evocador, sino profundamente psicoanalítico. La leche (símbolo de nutrición, del apego primario) aparece aquí como un fluido incómodo, caliente, pegajoso, demasiado presente. La relación de Sofia con su madre se siente como una lactancia prolongada y parasitaria: El alimento emocional no nutre, sino que envenena. El calor, por su parte, actúa como catalizador de una neurosis larvada: Ese verano español es asfixiante, como el vínculo que sofoca a ambas mujeres o como la nata repugnante que se pega en la garganta.
El mar se ofrece como posibilidad de liberación (una inmersión ritual, un bautismo de independencia), pero está infestado de medusas: Incluso el escape está contaminado. Sofia quiere nacer, salir del cuerpo materno simbólico, pero cada gesto de emancipación la devuelve a la orilla, marcada por una culpa que no sabe nombrar.
Emma Mackey (Emily) encarna a Sofia desde la introspección y el desconcierto. Su cuerpo transmite incomodidad y una mezcla de sumisión y furia contenida. La cámara la observa caminar, nadar, observar… pero pocas veces hablar con claridad. Esta opacidad (reflejo de su crisis de identidad) puede leerse como fidelidad a la interioridad de la novela, pero también como una limitación cinematográfica: Lo que en la prosa de Levy se sostiene en monólogos interiores aquí queda reducido a miradas de ceño fruncido y pasos pesados sobre la grava.
Fiona Shaw, en cambio, brilla con su retrato de una madre narcisista, herida, sarcástica y manipuladora. Su cuerpo inmóvil no le impide dominar la escena. Cada línea suya suena como un aguijón, un recordatorio de que la enfermedad es también una forma de poder. Vicky Krieps, por su parte, interpreta a Ingrid como una figura ambigua entre musa y trampa. Su erotismo libre, su voz baja, su actitud libre y su caballo blanco la acercan peligrosamente a la caricatura de un protagonista de novela rosa, aunque su trasfondo familiar oscuro sugiere que también ella arrastra cadenas.
Desde lo visual, Lenkiewicz apuesta por una estética contenida, solar, sin excesos. Las casas a medio construir, las salas de consulta de cristal, el mar calmo pero amenazante… todo parece suspendido, como si la película nunca pudiera llegar al clímax que promete. Esta elección puede leerse como metáfora: Las emociones en Hot Milk no estallan, se fermentan. Sin embargo, la falta de catarsis puede resultar frustrante, como si el filme habitara el limbo entre la potencia y la concreción.
La cineasta parece debatirse entre su fidelidad a la palabra escrita y el deseo de crear imágenes autónomas. El resultado es una cinta densa, atmosférica, llena de símbolos, pero a ratos emocionalmente opaca. Hay algo de fascinante en esa ambigüedad, pero también algo de inacabado como las relaciones que representa.
Hot Milk no es un drama lineal ni una historia de redención. Es un mapa de síntomas. Lenkiewicz ha creado un trabajo psicoanalítico en el sentido más clásico. Lo que duele no es lo que se ve, sino lo que se reprime. La película nos confronta con el deseo no resuelto, con la imposibilidad de cortar el cordón umbilical, con la repetición de vínculos que creemos nuevos pero que solo son el reflejo de un trauma primigenio.
Este debut no es perfecto, pero sí profundamente coherente con el universo de su autora. Y aunque deja heridas abiertas, quizás esa sea su intención. Porque como bien sabía Freud, hay dolores que no se curan. Tan solo se narran.
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