
La directora de Attenberg y Chevalier filma un drama incómodo y formalmente arriesgado, donde la tradición es una trampa y el progreso, una amenaza.
Directora: Athina Rachel Tsangari
Caleb Landry Jones, Harry Melling, Rosy McEwen, Arinzé Kene, Frank Dillane

En Harvest, la directora griega Athina Rachel Tsangari (figura central de la New Greek Wave y productora de Kynodontas (Canino) de Yorgos Lanthimos) entrega una obra tan inquietante como formalmente rigurosa. Basada en la novela de Jim Crace, y ambientada en una aldea medieval indeterminada, la película subvierte toda noción de realismo o historicidad al construir un relato opresivo donde el campo no es tierra de promesas, sino de encierro, exclusión y violencia simbólica.

A través de una puesta en escena precisa, pausada y antinaturalista, Tsangari retrata una comunidad en descomposición, donde el ritual sustituye al sentido y el poder se ejerce desde la legalidad de un mapa. La llegada de un agrimensor (Artinzé Kene) para trazar la tierra inicia una progresiva deshumanización: Los forasteros se convierten en chivos expiatorios, los aldeanos en siervos desechables, el futuro en una promesa sin sujetos y los niños se golpearán la cabeza contra una roca en un ritual tan absurdo como la historia de la humanidad.
La fotografía de Sean Price Williams (Good Time) recuerda los lienzos de J.M.W. Turner: Luz dorada que baña el desastre, paisajes brumosos que embellecen la ruina. Tsangari evita deliberadamente los clímax narrativos o las progresiones convencionales. Su ritmo es incómodo, letárgico, casi insoportable: Una estrategia estética que coloca al espectador en el lugar del sometido, más que del observador.
Las influencias son evidentes. Zama de Lucrecia Martel se escucha en el murmullo de la burocracia absurda; Andrea Arnold asoma en la fisicidad del entorno; Pasolini en el hieratismo ritual; Lars von Trier en las prácticas punitivas y la crueldad como estructura; y el absurdo alienante y melancólico de Robert Altman (McCabe & Mrs. Miller) habita en cada gesto suspendido, en cada palabra no dicha.
En el centro del relato, el excéntrico actor Caleb Landry Jones (Dogman) compone a Walter Thirsk como una figura intermedia entre testigo, víctima y sobreviviente. Su interpretación, marcada por una dicción oblicua y una corporeidad desvencijada, no busca empatía sino reflejar el desgaste existencial de un personaje atrapado entre el silencio y la conciencia. Junto a él, Harry Melling (Waiting For The Barbarians) dota de ambigüedad al señor Kent, un poder benévolo pero finalmente cómplice. Rosy McEwen (The Alienist) ofrece un respiro emocional en un entorno donde incluso el afecto parece inalcanzable, y Frank Dillane (Fear The Walking Dead), como el legalista Jordan, encarna la frialdad administrativa del despojo moderno.
Harvest no es una película que busque gustar. Su tono deliberadamente desangelado, su estructura sin consuelo y sus actuaciones contenidas convierten la experiencia en un trance más que en un drama. Pero allí, en esa incomodidad, reside su propuesta radical: Filmar la historia no desde el poder, sino desde la tierra que será olvidada por la silenciosa violencia del progreso. Una obra exigente, sí, pero necesaria en su forma de pensar (y sentir) la historia como territorios en disputa.
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