
¡Ka-Chow! Un regreso al circuito con alma de película ochentera, espíritu competitivo y mucho músculo visual.
Director: Joseph Kosinski
Brad Pitt, Damson Idris, Kerry Condon, Javier Bardem, Tobias Menzies, Kim Bodnia, Sarah Niles

F1, la nueva película de Joseph Kosinski (director de Top Gun: Maverick), se alinea con la tradición del cine de carreras pero no se contenta con hacer un remake o secuela de Days Of Thunder como pretexto para repetir con Tom Cruise. A medio camino entre la mitología del retorno heroico y el relato contemporáneo sobre las tensiones raciales, económicas y generacionales en el deporte, la película funciona como un espejo doble ya que muestra el vértigo de las pistas pero también alcanza a mostrar las tensiones soterradas que atraviesan a quienes viven de competir al límite.

La estructura narrativa parte de un dispositivo conocido y muy cercana a la película animada Cars: Sonny Hayes (un Brad Pitt más bello y carismático que nunca), expiloto retirado tras un accidente traumático, es convocado por un antiguo colega (interpretado con entrañable desesperación por Javier Bardem) para regresar a la Fórmula 1 como mentor del joven Joshua Pearce, encarnado por un sólido y carismático Damson Idris (de la serie Snowfall). La dinámica entre ambos (experiencia vs. arrojo, veteranía vs. rebeldía) está anclada en las convenciones del cine de deportes (piensen en Creed), pero adquiere un tono singular gracias a la mirada precisa de Kosinski (quien ya se está convirtiendo en un digno sucesor de Tony Scott) y al tratamiento visual de Claudio Miranda.
En términos formales, la película es una proeza técnica. Kosinski, como ya lo hiciera en Top Gun: Maverick, apuesta por una inmersión sensorial absoluta con cámaras montadas en autos reales, mezcla de ficción con tomas documentales en Grandes Premios auténticos, una exquisita edición vertiginosa a cargo de Stephen Mirrione y una banda sonora de Hans Zimmer que en lugar de imponer dramatismo lo matiza y acompaña.
Las secuencias en pista no solo destacan por su espectacularidad, sino por su capacidad de emocionar. Cada curva, cada adelantamiento, cada fallo técnico, adquiere peso dramático cuando están en función de los conflictos humanos que se juegan fuera del circuito relacionados con la presión del rendimiento, las jerarquías de equipo, los prejuicios raciales, y la brecha generacional.
La relación entre Sonny y Joshua articula el corazón emocional del relato. No se trata únicamente del traspaso de experiencia, sino del reconocimiento mutuo entre dos figuras que, desde diferentes márgenes, enfrentan una estructura excluyente. Sonny, con su aire de vaquero nostálgico, representa el espíritu rebelde de una época pasada; Joshua, más que una promesa, es un símbolo de ruptura. Estamos hablando de un joven, negro, seguro de sí, pero también vulnerable ante una élite que tolera la diversidad pero no la toma en serio.
La presencia simbólica de Lewis Hamilton (productor de la película y único piloto negro en la historia real del deporte) acentúa esta lectura. Su breve pero significativo cameo con Joshua sobre el final subraya que el desafío no es solo vencer carreras, sino resistir sistemas que históricamente han negado el acceso a ciertos cuerpos.
Otro acierto de la cinta está en visibilizar la dimensión colectiva del automovilismo. El personaje de Kate (Kerry Condon), una ingeniera jefe enfrentada al escepticismo de sus colegas, ofrece una perspectiva de género en un entorno dominado por hombres. El viperino Banning (Tobias Menzies) aporta la dosis de villanía a la interna de la escudería APXGP, donde las decisiones estratégicas no siempre coinciden con las éticas.
La frase “lento es suave, suave es rápido”, que se repite como mantra dentro del equipo, sintetiza no solo una filosofía de competencia, sino una visión de trabajo coral donde no gana el más fuerte o el más veloz, sino el más astuto, el que logra integrar mejor las piezas del conjunto.
Si bien F1 mantiene el ritmo y la intensidad durante sus dos horas y media, no está exenta de debilidades. Algunos pasajes dramatizados rozan lo inverosímil (en esta cinta suceden cosas que jamás pasarían al interior de la Fórmula 1) y ciertas líneas de diálogo tonto con pretensión de profundidad sacrifican la eficacia narrativa. El guion de Ehren Kruger, aunque ambicioso, tiende por momentos a simplificar conflictos que merecían mayor desarrollo, especialmente en lo referente a la desigualdad estructural en el deporte.
Lo que podría haber sido una indagación más incisiva sobre racismo, meritocracia y clase social se diluye en una fórmula machista homoerótica ochentera (piensen en Top Gun) de redención y aprendizaje que, si bien conmueve, también tranquiliza a un público que ya no quiere (ni puede) pensar. Aun así, se agradece la tentativa de visibilizar estos temas en una producción de gran escala.
F1 no reinventa el cine deportivo y mucho menos el de automovilismo, pero lo revive con elegancia y audacia. Joseph Kosinski demuestra que puede narrar con músculo. Brad Pitt y Damson Idris conforman una pareja dispareja, creíble y entrañable, mientras Kerry Condon y Sarah NIles (como la madre de Joshua) emergen como el ancla emocional de la cinta. Con una puesta en escena envolvente y un subtexto social que pedía más espacio, F1 cruza la meta como un espectáculo vibrante que, entre rugidos de motor, deja oír también algunos susurros incómodos sobre lo que significa pertenecer.
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