
Una tercera entrega violenta, sucia, desolada, sombría y brillantemente ejecutada, que demuestra que el género zombie ha llegado a su agotamiento.
Director: Danny Boyle
Alfie Williams, Aaron Taylor-Johnson, Jodie Comer, Ralph Fiennes

En 2002, 28 Days Later (Exterminio en español) irrumpió en el cine de terror como un grito agudo en medio de la calma post-slasher de finales de los 90. Dirigida por un Danny Boyle todavía con hambre de riesgo y escrita por Alex Garland cuando aún era más novelista que guionista, la cinta no solo reinventó la narrativa del apocalipsis zombie, sino que definió un nuevo lenguaje visual para el terror: Cámara digital granulosa tipo Dogma ‘95, tomas guerrilla del Londres desierto al amanecer, y un protagonista frágil y desnudo (Cillian Murphy en su primer papel estelar) que despertaba a un mundo colapsado por la furia. No eran muertos vivientes, eran infectados (al estilo de The Omega Man y The Crazies) Y eso lo hacía peor.
Cinco años después, 28 Weeks Later, dirigida por el español Juan Carlos Fresnadillo, llevó la franquicia a un terreno más brutal, más político, más pesimista. En lugar de repetir, subvirtió. Fresnadillo construyó una historia de traiciones familiares, ocupaciones militares y desconfianza sistémica, donde la violencia ya no provenía solo de los infectados, sino de los gobiernos que pretendían contenerlos. Fue una secuela subestimada, con secuencias tan memorables como aterradoras (el escape en helicóptero, la mirada del padre entre la muchedumbre) y un ritmo que anticipaba el horror como dispositivo social.

Ahora, 28 Years Later emerge como una tercera pieza que se atreve a cerrar el círculo, pero en un mundo donde los zombies (o sus variantes rápidas, furiosas, letales y salivantes) ya no tienen mucho más que decir. Danny Boyle regresa a la dirección con el mismo vigor que lo catapultó, y Alex Garland, tras su paso por Ex Machina y Civil War, despliega aquí un guion más cínico, casi nihilista, empapado de referencias al aislamiento post-Brexit y al regreso del tribalismo.
La película se sitúa en Holy Island, una comunidad costera que ha sobrevivido las décadas como una suerte de comuna medieval con autosuficiencia agresiva, arcos y flechas incluidos. Allí vive Spike (encarnado con solidez por Alfie Williams), un niño que busca salvar a su madre Isla (Jodie Comer), enferma física y emocionalmente. Su padre (un sobrio y cansado Aaron Taylor-Johnson) se convierte en guía en esta travesía hacia la «zona prohibida», un Reino Unido continental todavía plagado de infectados y gobernado por sus propias reglas.
La estructura recuerda inevitablemente a The Last of Us, con su viaje a lo desconocido, pero Garland y Boyle no buscan redención sino confrontación. La sociedad post-colapso no ha aprendido nada, y los zombies, ahora con sus «alfa» o los gordos silenciosos que arrastran su carne, son tanto amenaza como paisaje. Hay momentos de folk horror, ecos de The Wicker Man, y referencias oblicuas a la historia británica, desde Agincourt hasta los encierros recientes, todo envuelto en un diseño sonoro que parece masticar el metal oxidado de un mundo que se niega a morir.
Jodie Comer, como es costumbre, ofrece una interpretación impecable, tan frágil como impredecible. Su personaje se transforma de madre sufriente a figura casi mítica, desdibujada por la infección o por la locura. Y una de las mayores sorpresas (y quizá también uno de los momentos más densos y simbólicos del filme) es la aparición de Ralph Fiennes como Kelson, un doctor errante que se oculta en la zona continental, una figura tan mítica como desquiciada, mezcla de chamán posmoderno, científico exiliado y profeta enloquecido por el aislamiento.
Fiennes interpreta a este personaje como una especie de mezcla entre Marlon Brando y Robert Duvall de Apocalypse Now embadurnado de yodo. Un científico loco que ha cruzado los límites de la ética, la ciencia y la razón, buscando desesperadamente una cura o, tal vez, una forma de redención que nunca llegará. Su refugio, plagado de símbolos religiosos, aparatos quirúrgicos antiguos y cráneos cuidadosamente alineados, es tan inquietante como fascinante. En él conviven la lógica médica con el ritual pagano, el empirismo con la superstición.
En un rol que fácilmente habría caído en la caricatura, Fiennes aporta una intensidad contenida, un poder actoral que remite a su religioso Lawrence en Conclave, pero aquí deformado por el trauma de la pérdida colectiva. Su mirada cargada de vacío y sus gestos medidos sugieren a un hombre que alguna vez creyó en el progreso humano y ahora sólo cree en el azar genético.
Funciona como el contrapunto ideológico de la comunidad de Holy Island. Donde ellos han optado por el retorno a lo primitivo, él ha caído en la hiper-racionalidad distorsionada. Y como buen personaje trágico, su sabiduría llega demasiado tarde y al precio de su propia humanidad. En ese sentido, su presencia encapsula uno de los grandes temas de la cinta: No hay regreso posible cuando la peste es, ante todo, moral.
La decisión de incluir a Fiennes no es menor. Su presencia impone una gravedad shakesperiana al tercer acto de la cinta, pero también una lectura más amplia. En este mundo post-apocalíptico ya no bastan los héroes jóvenes ni los soldados endurecidos. Hace falta un testigo. Alguien que encarne la ruina intelectual de un mundo que creyó que podía controlar sus propias pesadillas. Fiennes no grita, no corre y no mata, pero se impone. Como los grandes monstruos morales del cine clásico, basta con que hable. Y cuando lo hace, el virus deja de ser una amenaza externa para convertirse en algo que, como siempre advirtió George A. Romero, estaba en nosotros desde el principio.
Y es que 28 Years Later es una buena película atrapada en un género extenuado. Desde los zombies vudú de los años 30 (White Zombie, I Walked With A Zombie), pasando por la revolución de Romero en Night of the Living Dead (donde el muerto andante era el reflejo de nuestros peores errores), hasta las alegorías del consumismo (Dawn of the Dead), la enfermedad terminal (Maggie), el esclavismo disfrazado de obediencia (Fido), la ultraviolencia extrema (Zombi), la parodia (Shaun of the Dead), la lucha de clases (Land of the Dead), y el documentalismo explotativo zombie de Diary of the Dead, el género ha sido exprimido como un cadáver en repetición.
A eso se suman las series como The Walking Dead (que con sus temporadas interminables y spin-offs convirtió el apocalipsis zombie en costumbre recalcitrante) y The Last of Us (que lo estetizó). ¿Qué queda, entonces, por decir? Boyle y Garland parecen conscientes de ese desgaste y hacen de esta tercera parte un lamento más que una celebración. Una película que no quiere emocionar ni aterrar, sino cerrar la puerta. Como si los infectados se arrastraran ya no para devorar carne, sino para encontrar un lugar donde pudieran, al fin, descansar.
28 Years Later es una elegía crepuscular a una saga que lo dio todo y que, fiel a sus orígenes, muere de pie. Brutal, sucia, amarga y llena de simbolismo, pero también cansada. Como el videoclip de Thriller, es mejor dejar que el monstruo vuelva a su tumba, sin necesidad de otro bis.
Pero como todos sabemos, ellos volverán y no hay nada que podamos hacer para evitarlo.
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