How Green Was My Valley (¡Qué verde era mi valle!) (1941)

Una obra maestra que muestra lo maravilloso que era el cine en la Era dorada de Hollywood.

Director: John Ford

Walter Pidgeon, Maureen O’Hara, Donald Crisp, Roddy McDowall, Sara Allgood

¡Qué verde era mi valle! no es solamente una película entrañable; es una elegía poderosa, una sinfonía fílmica en blanco y negro sobre la pérdida, la dignidad del trabajo y el recuerdo imborrable del hogar. Dirigida por John Ford en uno de sus momentos de mayor inspiración, inmediatamente después de su colosal adaptación de Las uvas de la ira, esta cinta confirma que Ford no sólo dominaba el relato épico estadounidense, sino que sabía mirar al alma de cualquier pueblo oprimido con igual ternura y rigor moral.

Basada en la novela de Richard Llewellyn, la historia transcurre en un pueblo minero de Gales a comienzos del siglo XX. Pero aunque se sitúe en tierras británicas, el drama de la familia Morgan se torna universal. Ford, desde luego, no filmó en el valle galés, sino en California, donde la 20th Century Fox reconstruyó todo un poblado (calles, minas, iglesias) en una hazaña de diseño de producción que fue merecidamente reconocida con el Óscar a Mejor Dirección de Arte. El resultado no pierde ni un ápice de autenticidad: las brumas, las pendientes, las chimeneas, la lluvia que parece estar grabada en los huesos de los personajes, todo contribuye a esa atmósfera melancólica que envuelve al espectador desde el primer fotograma.

La narración, construida a través de la memoria del joven Huw Morgan (Roddy McDowall en una interpretación sutil y conmovedora), no sigue una estructura tradicional de causa y efecto. Ford la modela como un encadenamiento de viñetas líricas, momentos cruciales que retratan el paso del tiempo, la descomposición de una familia y la erosión de una comunidad a manos de la avaricia empresarial y el conservadurismo moral. Es cine que se pronuncia con emoción contenida y con imágenes que hablan más allá de las palabras.

Arthur C. Miller, con una fotografía bellísima y expresiva, pinta con luces y sombras el tono elegíaco de la cinta. Cada plano parece extraído de una litografía de realismo poético: los rostros ennegrecidos de los mineros al volver a casa, la nieve cubriendo la plaza en pleno conflicto sindical, la mirada de Angharad (Maureen O’Hara) detrás de los vitrales, atrapada entre el deseo y el deber. La cámara de Ford es una observadora amorosa y sobria, capaz de extraer lo sublime de lo cotidiano.

En el corazón del relato está Donald Crisp, como el padre de familia, un personaje que encarna la dignidad y la terquedad de una generación atrapada entre el deber y el cambio. Su interpretación, merecedora del Óscar al Mejor Actor Secundario, es una lección de economía emocional. A su lado, Sara Allgood ofrece una de las grandes madres del cine clásico: firme, leal, casi bíblica en su capacidad de resistir las tragedias sin quebrarse. Ambos dan vida a una familia que parece forjada en piedra y carbón.

El elenco, coral y compacto, también cuenta con Walter Pidgeon como el pastor Gruffydd, un hombre decente que renuncia al amor para no arrastrar a la mujer que ama a una vida de penuria. La relación entre él y Angharad nunca se consuma, pero vibra en cada mirada, en cada silencio compartido. En otra línea, la evolución de Huw (de niño observador a joven comprometido con los suyos) aporta una dimensión iniciática al relato: es el pasaje del mito familiar al desencanto del mundo adulto.

Ford no pretende presentar soluciones. Más bien se detiene a contemplar lo que se ha perdido: los rituales familiares, la comunidad solidaria, el valor del trabajo, la inocencia de la infancia. Todo se desvanece lentamente (por la pobreza, por la emigración, por las tragedias laborales y personales) hasta que solo queda el recuerdo, convertido en la materia misma del cine. La última escena, con la voz del narrador evocando al padre entre campos en flor, es una de las más emotivas y poderosas en toda la filmografía de Ford.

Ganadora del Óscar a Mejor Película en un año reñido (donde compitió contra Citizen Kane, nada menos), ¡Qué verde era mi valle! es una obra de madurez y ternura, de política íntima y ética familiar. Una película que, como su título, conserva su verdor incluso cuando lo que muestra es la pérdida. Un canto fúnebre convertido en testimonio eterno por la mirada de un cineasta que entendía la memoria no como pasado, sino como raíz profunda y persistente.

Sobre André Didyme-Dôme 1953 artículos
André Didyme-Dome es psicoterapeuta y periodista. Se desempeña como editor de cine y TV para las revistas ROLLING STONE Y THE HOLLYWOOD REPORTER EN ESPAÑOL y es docente universitario; además, es guionista de cómics para MANO DE OBRA, es director del cineclub de la librería CASA TOMADA y conferencista en ILUSTRE. Su amor por el cine, la música pop y rock, la televisión y los cómics raya en la locura.

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