
Oliver Stone dirige una de las biopics más febriles y discutidas del cine moderno: una sinfonía de ruido, poesía, destrucción y misticismo, protagonizada por un Val Kilmer que deja de actuar para encarnar.
Director: Oliver Stone
Val Kilmer, Meg Ryan, Kathleen Quinlan, Kyle McLachlan, Frank Whaley

Pocas películas han intentado, como lo hace The Doors, capturar no tanto una vida sino un estado de consciencia, o más bien, de inconsciencia. Oliver Stone, en plena efervescencia autoral luego del díptico conformado por Platoon (1986) y Born on the Fourth of July (1989), aborda la figura de Jim Morrison no como un músico a estudiar, sino como un mito a reconstituir, así como la de un artista que eligió vivir cada día como un acto final. La película no propone comprender al líder de The Doors, sino entrar en su órbita gravitacional, aun si esto implica perder pie en la historia, en la verdad y en la moral. Y esa es, a la vez, su mayor fortaleza y su más evidente contradicción.
Desde el primer plano (el desierto, el niño, el indio, el presagio) la película se sitúa en el terreno de lo visionario. Stone no busca narrar una cronología sino plasmar una cosmología, aquella que su Morrison construyó a partir del chamanismo, el existencialismo, la poesía simbolista y el LSD. La secuencia inicial, inspirada en un recuerdo narrado por el propio Morrison, en la que un anciano nativo muere frente a él en una carretera del suroeste, se convierte en acto fundacional del personaje abordado por Stone. Allí no nace el hombre, sino el profeta psicodélico que se sentirá poseído de por vida. Esta escena establece la dinámica de una cinta que no documenta sino que alucina.

La interpretación de Val Kilmer es, en todos los sentidos, antológica. La fusión entre actor y personaje es tan extrema que resulta difícil saber dónde termina la carne del uno y comienza el espíritu del otro. Kilmer no solo imita los gestos, la voz y las inflexiones, sino que logra capturar esa mezcla de magnetismo y autodesprecio que define al Morrison de esta película. Su cuerpo se convierte en canal de posesión escénica ya que canta, se contorsiona, predica y se degrada. Y más allá del virtuosismo técnico, lo que Kilmer transmite es la paradoja de un artista que se inmola buscando eternidad. Hay momentos en que su presencia es tan hipnótica que la película entera parece plegarse a su ritmo respiratorio, como si todo el universo de Stone estuviera al servicio de esa encarnación.
En términos formales, The Doors es una obra saturada, excesiva y consciente de su exuberancia. Stone y su habitual director de fotografía, Robert Richardson, optan por una estética incendiaria conformada por luces estroboscópicas, colores alucinógenos, movimientos de cámara vertiginosos y fundidos superpuestos. No hay aquí distancia ni análisis, sino inmersión. Los conciertos no son reconstrucciones históricas sino misas eléctricas donde el cine se convierte en una experiencia sensorial. La cámara se adhiere a los cuerpos como si quisiera respirar su sudor, capturar su vibración interior. La edición (rápida, líquida y por momentos violenta) nos introduce en un continuo presente alterado, como si todo ocurriera dentro de una mente desquiciada por el ácido.
A pesar de su virtuosismo formal, The Doors ha sido acusada de ser una cinta superficial con apariencia de profunda (léase pretenciosa) y de confundir la reverencia con el análisis. Es cierto. La película se fascina con Morrison, se enamora de él, lo embellece incluso en su degradación. Pero también es justo decir que no lo absuelve. El Morrison que muestra Stone es un ser autodestructivo, cruel, egocéntrico y a ratos patético. Un hombre que usa el arte como forma de manipulación emocional, que convierte a sus amantes en mártires y a sus compañeros de banda en espectadores de su declive. Pamela Courson (Meg Ryan), a quien el guion trata con ambigüedad (nunca queda claro si es musa, víctima o cómplice), es presentada como una figura tan dependiente y desorientada como el propio Morrison. La película no ofrece psicología ni justificaciones, sino síntomas. El Jim Morrison de Stone no es un personaje, sino más bien un caso clínico con una banda sonora gloriosa.
Hay, sin embargo, momentos de gran lucidez dentro del frenesí. Uno de ellos ocurre cuando Morrison se encuentra con una periodista sadomasoquista (Kathleen Quinlan), en una escena que, lejos de ser gratuita, representa el punto exacto donde el deseo de disolución se convierte en teatralidad ritual. También resulta perturbadora la escena en la que el cantante, ya en su última etapa, se pasea entre las tumbas de París, como si ya no viviera en el tiempo sino en la posteridad. Stone enfatiza que la muerte para Morrison no era tragedia sino apoteosis, el lugar donde el mito finalmente suplanta al hombre.
Desde el punto de vista estructural, The Doors carece de progresión dramática tradicional. No hay redención ni regreso. Morrison aparece ya formado como ídolo y se lanza, sin escalas, hacia la implosión. Lo que en otras películas biográficas es un arco, aquí es una espiral. Stone toma distancia del paradigma hollywoodense de la caída y el renacimiento: en su lugar, propone un descenso sin retorno. Como en Scarface (Stone fue su guionista), asistimos a la agonía de un exceso que no encuentra límite.
No se puede dejar de mencionar el contexto en el que la película fue recibida. A principios de los noventa, Stone ya era una figura controversial. Su visión revisionista de la historia estadounidense en títulos como JFK o Nacido el 4 de julio generaba adhesiones y rechazos con igual vehemencia. Con The Doors, muchos críticos lo acusaron de sensacionalista y de explotar la figura de Morrison sin rigor. Pero Stone nunca ocultó su intención ya que no quería documentar, sino alucinar. En ese sentido, su filme se inscribe en una tradición de cine rock que incluye a Pink Floyd: The Wall o Tommy, obras que confunden conscientemente el arte con el delirio.
Al final, The Doors no responde preguntas sino que las subvierte con humo, espejos y música. Su Morrison no busca ser comprendido sino revivido, incluso invocado. Stone, más que filmar una vida, realiza una sesión espiritista. El resultado es un trabajo imperfecto, grandilocuente, profundamente subjetivo y sin embargo magnético, como su protagonista. Puede que no sea una buena biografía, pero sí es, sin duda, una gran película de Oliver Stone.
Dejar una contestacion