
El Padrino Parte III es una meditación crepuscular sobre el poder, la culpa y la imposibilidad del perdón.
Director: Francis Ford Coppola
Al Pacino, Robert Duvall, Diane Keaton, Sofia Coppola, Andy García

El Padrino Parte III no busca reproducir la grandeza de sus predecesoras. En cambio, se instala deliberadamente en las ruinas de un imperio que alguna vez se creyó invulnerable. Es una película doliente, crepuscular, no solo en el tiempo que habita (los años ochenta) sino en el tono: Un lamento fúnebre sobre los límites de la redención y la persistencia del pecado. No es una secuela en el sentido clásico. Es un epílogo que, aunque desbalanceado y desigual, completa el arco trágico de Michael Corleone, quizás el personaje más complejo de la historia del cine estadounidense.

Desde el inicio, la cinta nos sitúa en un mundo que ya no tiene la claridad moral ni el poder simbólico de los años dorados del crimen organizado. Michael (Al Pacino), envejecido y enfermo, recibe una distinción papal por sus contribuciones económicas a la Iglesia. Pero el reconocimiento es vacío: Un gesto institucional que no puede absolverlo del asesinato de su hermano Fredo, ni de la cadena de traiciones y muertes que lo han llevado a esa cima solitaria. La enfermedad que lo aqueja (una forma de diabetes) se convierte en metáfora de su alma: un cuerpo incapaz de procesar la sangre que ha derramado.
Coppola y Mario Puzo idearon un guion que mezcla la ficción con referencias históricas de alto calibre. La trama gira en torno a la inversión del clan Corleone en el banco del Vaticano, bajo el pretexto de legitimar su fortuna. Aquí se incorporan escándalos reales como la súbita muerte de Juan Pablo I, la quiebra del Banco Ambrosiano, la figura siniestra del banquero Roberto Calvi (hallado colgado bajo un puente en Londres) y la corrupción vaticana del período. Esta convergencia entre crimen y religión le confiere a la cinta un aire bizantino, denso, por momentos inestable, pero fascinante en su ambición: la mafia ya no se enfrenta solo al Estado, sino que entra en los recintos sacros del poder espiritual, y allí también encuentra podredumbre.
En este contexto de decadencia institucional y familiar, emergen dos figuras centrales que disputan la herencia de Michael. Por un lado, Vincent Mancini (Andy García), hijo ilegítimo de Sonny, representa el regreso al impulso sanguíneo, violento, casi tribal del clan. Es carismático y peligroso, justo lo que Michael ya no desea ser. Por otro lado, Mary Corleone (Sofia Coppola reemplazando a Winona Ryder) encarna la posibilidad de redención a través del amor, la ingenuidad y una vida alejada de los negocios familiares. El romance incestuoso entre ambos no solo hiere la lógica interna del relato (por su falta de credibilidad dramática), sino que funciona como símbolo del colapso moral: La sangre que debía unir ahora contamina.
La interpretación de Pacino en esta tercera entrega es diferente a la frialdad controlada de El Padrino Parte II. Aquí lo vemos más vulnerable, emocionalmente expuesto, abiertamente arrepentido. La escena en la que confiesa sus pecados a un cardenal, arrodillado y llorando, es el momento más íntimo de toda la trilogía. Por primera vez, Michael reconoce su crimen más imperdonable. Pero incluso en ese gesto no hay redención real; el peso del pecado no se diluye. “Todas las noches escucho los gritos,” dice. Y Coppola, en su puesta en escena, se asegura de que el espectador también escuche ese eco de culpa.
La relación con Kay (Diane Keaton) vuelve a ocupar un lugar esencial. Sus diálogos son duelos emocionales que exponen años de heridas mal cerradas. Kay ya no es la mujer engañada de la primera película ni la madre que huye en la segunda: Es una figura firme y lúcida, que ha aprendido a ver a Michael con la claridad que él mismo no posee. En un diálogo medular, ella le recuerda que, sin importar cuánto dinero regale a la Iglesia o cuántas operaciones legales intente, su identidad está irremediablemente ligada a la violencia. “Nunca podrás cambiar” le dice. Y es cierto: Michael no puede escapar de lo que es, ni de lo que hizo.
Formalmente, El Padrino Parte III tiene momentos notables, pero sufre en comparación con sus antecesoras. La fotografía de Gordon Willis, si bien mantiene una atmósfera sombría y opaca, carece del lirismo de las entregas anteriores. El montaje es irregular, especialmente en el tramo final, donde la simultaneidad entre la representación de Cavalleria Rusticana (protagonizada por el hijo de Michael) y los asesinatos en curso busca replicar el clímax de la primera película sin la misma fuerza dramática ni claridad narrativa. Aun así, esta secuencia ofrece uno de los planos más memorables de la saga: el momento en que Mary recibe el disparo mortal, seguido por el grito mudo de Michael. Es un momento operático, desgarrador, donde la tragedia griega y el melodrama familiar se funden en un solo gesto.
Ese grito, inmenso, prolongado y silencioso, es el verdadero clímax de la trilogía. No hay sangre que redima ni muerte que purifique. Lo único que queda es el dolor. La escena final, donde Michael muere solo en una silla en Sicilia, al sol, viejo y olvidado, es antiépica y despojada, así como brutal en su sequedad. No hay cortejo fúnebre, no hay réquiem. Sólo un cuerpo que cae, como el de cualquier otro pecador.
El Padrino Parte III no alcanza la perfección de sus predecesoras, y sufre por momentos de una ejecución inestable, especialmente en términos de guion, ritmo y dirección actoral (la decisión de incluir a Sofia Coppola en un papel tan central ha sido ampliamente debatida). Sin embargo, es una obra valiente y necesaria. Más que una continuación, es una elegía: La historia de un hombre que quiso salvar su alma demasiado tarde, que construyó un imperio sobre la sangre y acabó solo, en silencio, sin amor ni absolución.
No hay redención para Michael Corleone. Y en ese acto de negación radical, El Padrino Parte III se convierte en un final digno: un réquiem amargo, una meditación sobre el fracaso y una oración lanzada al cielo sin esperanza de respuesta.
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