
Más que un triángulo amoroso, Jules et Jim es una sinfonía desgarradora sobre la libertad emocional y el imposible retorno a la dicha.
Director: François Truffaut
Jeanne Moreau, Oskar Werner, Henri Serre

En 1962, Jules et Jim se estrenó en medio de la ebullición creativa de la Nouvelle Vague. La tercera cinta de François Truffaut, tras Los 400 golpes y Disparen sobre el pianista, esta es quizás su obra más exuberante y trágicamente libre. Influenciada por Sin aliento de su amigo Jean-Luc Godard (quien incluso alude al rodaje de Jules et Jim en Une femme est une femme de 1961), esta película adopta la vitalidad narrativa del cine nuevo francés para contar una historia que, en su centro, arde con la angustia de lo imposible: Amar sin poseer.

El punto de partida es la novela homónima y autobiográfica de Henri-Pierre Roché, publicada en 1953. Escrita cuando el autor era ya un anciano, tiene la urgencia lírica de la juventud porque relata una vivencia real: El triángulo entre él, Helen Hessel (la Catherine original), y Franz Hessel. Truffaut no solo adaptó la novela, también se sumergió en los diarios que Roché escribió por seis décadas, y en esa inmersión encontró una resonancia profundamente personal. El escritor, por cierto, nunca vio su historia en pantalla. Falleció en 1959, poco antes de que Truffaut hallara su libro en una caja de saldos.
Desde la apertura (con una narración vertiginosa sobre un carrusel musical), la película avanza como una corriente impetuosa. Jules (Oskar Werner), austríaco romántico y melancólico, y Jim (Henri Serre), francés y lírico, sellan una amistad indisoluble en el París de 1912. Aprenden el idioma del otro, traducen poesía y buscan una mujer que encarne la belleza ideal. Y cuando descubren en Catherine (Jeanne Moreau) el rostro de una escultura que les obsesiona, saben que han cruzado un umbral sin retorno.
Moreau (que ya había deslumbrado en Ascensor para el cadalso de Louis Malle y que volvería a colaborar con Truffaut en La novia vestía de negro) da aquí una interpretación fulgurante. Catherine es la musa, la esfinge y una herida abierta para los dos amigos. Es una mujer que no cabe en los moldes de esposa ni madre y que se disfraza de hombre para cruzar un puente con sus amantes a cuestas (en una escena emblemática de la cinta), y que en un arranque final de desesperación romántica arrastra a la muerte lo que no puede domesticar.
La música de Georges Delerue acompaña esta danza emocional con un lirismo hiriente, mientras la fotografía de Raoul Coutard, también responsable de Sin aliento, rompe la gramática clásica. La cámara vuela, salta, corre. Truffaut impone un montaje que corta con las vísceras, como enseñaba Margaret Booth: No se edita con la cabeza sino con el estómago, con el pulso del alma. Congelados breves, insertos nerviosos, noticieros de la Primera Guerra Mundial (y más tarde de la quema de libros por los nazis) no solo condensan el tiempo, también anuncian la devastación espiritual que marcará Fahrenheit 451, otra colaboración entre Truffaut y Werner.
En el relato de este ménage à trois, Truffaut aborda temas psicoanalíticos sin sermones: El deseo como fuerza sin brújula, el dolor de la autenticidad, la fuga del ideal en el espejo de lo real. Catherine no es una histérica, sino un espejo incómodo que devuelve la verdad sin filtros. Ella no se adapta al orden simbólico, lo dinamita. La amistad masculina, tan pura al inicio, no puede con la complejidad de una mujer que se presta para ser territorio compartido.
El propio Jean Renoir felicitó a Truffaut por la cinta en una carta que el director conservó como un trofeo emocional. Y no es para menos: Jules et Jim fue una revelación formal y temática. Su espíritu vibrante, su libertad de estilo, inspiraron directamente a obras como Bonnie and Clyde (que Truffaut pudo haber dirigido) o Y tu mamá también de Alfonso Cuarón, cuya deuda narrativa y visual con esta joya francesa es profunda y explícita.
Tan influyente fue que en 1980, Paul Mazursky hizo una versión libre estadounidense (la olvidada Willie & Phil). Pero pocas obras han logrado capturar con igual intensidad ese paso fugaz entre el idealismo de la juventud y la desilusión adulta. Como dijo el propio Truffaut: “Empiezo una película creyendo que será alegre, pero en el camino descubro que solo la tristeza puede salvarla”.
Stephen Hawking confesó que Jules et Jim era su película favorita. Quizás porque entendía que el tiempo, al igual que el amor, es una fuerza irrecuperable. Que hay un instante (un árbol, una cajetilla, la sonrisa de una mujer) que arde con tanta belleza que duele recordarlo.
Y es que algunos amores solo pueden contarse en pasado, como esta película. Como un poema dictado por la melancolía.
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